«Un libro, mientras no se lee, es solamente ser en potencia, tan en potencia como una bomba que no ha estallado. Y todo libro ha de tener algo de bomba, de acontecimiento que, al suceder, amenaza y pone en evidencia, aunque sólo sea con su temblor, a la falsedad»
María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma
Veintitrés de abril. Sant Jordi, día del libro. Son fechas señaladas. Pero en mi calendario particular es un día especial por otros motivos: es el día en que Araceli, mi madre, cumple años. Y ya van unos cuantos. Hoy lo celebramos juntos y confinados. En otras circunstancias quizá nos hubiésemos escapado a un restaurante con mi padre y mi hermano Charly, pero no ha podido ser. Y es que las pandemias no entienden de tradiciones: no respetan los grandes fastos, aquellos que convocan a todo el mundo, mucho menos las celebraciones de un hogar a las afueras de Madrid. Pero es lo que hay. Y es mucho. Mi padre se escapó ayer y podó unas rosas. Ha hecho un centro muy hermoso con ellas. Yo he salido hoy a comprar al mercado y me he ocupado de la comida -no ha quedado mal el bacalao al horno-. Y mi hermano ha vuelto cansado de la guardia del hospital y ha comido algo más tarde -es enfermero, están siendo tiempos difíciles-. Cenamos juntos.
Más allá de la coincidencia de fechas, mi memoria más temprana no puede dejar de asociar la figura de mi madre con el mundo de los relatos y los libros. Con el mundo de la imaginación. Fue ella quien me contó por vez primera un cuento. De su boca salieron las primeras narraciones fantásticas, misteriosas y divertidas que pude escuchar. Incluso nos inventamos un personaje que se convirtió en el protagonista de muchas de nuestras historias, el diplodocus cuadrado, muy conocido en casa de mis padres y puede que hasta en el piso del vecino del tercero. También hicimos cobrar vida a unas ardillas traviesas que hacían tartas, disfrutaban del bosque, sus arroyos y no querían ir a clase -sobre todo la ardilla Mario, aunque al final tenía que ir, sí o sí-. Mi madre intentaba despertarme para ir al colegio y me contaba cuentos para sacarme de la cama, procurando hacerme reír para arrancarme del sueño con buen humor. Pero yo lo que quería era remolonear y quedarme jugando entre las sábanas, escuchándola. Así que al final casi siempre me levantaba un tanto frustrado, porque pensaba que alguno de esos días podría quedarme en la cama y no ir a clase -pero ya se ocupaba mi madre de que eso no pasase en jornadas lectivas-.
Además del estilo y el tono de la voz de mi madre, una de las cosas que más me gustaba de aquellos relatos era su dinamismo. Su propio vaivén. Aunque yo demandaba el cuento simplemente para escucharlo -y podía ser muy insistente demandándolo-, mi madre siempre me metía de lleno en el relato, ya como personaje, ya invitándome a participar para crear el paisaje con ella. Al final siempre tenía palabra en aquellas ficciones que construíamos, pudiendo esbozar parte de la trama, solicitando variarla porque quería que pasasen más cosas -y podía ser muy pesado solicitándolo- o simplemente pidiendo más y más descripciones de personajes y acontecimientos. La paciencia y la imaginación de mi madre eran infinitas dentro de la finitud de lo humano. Pero muchas veces tenía que poner límites al torrente de mis ganas y deseos de otra historia más, y otra… porque yo intentaba que los episodios no tuviesen fin. Lo cierto es que me sentía incluido en los cuentos, en una especie de baile imaginativo del que podía percibir todo lo que tejíamos entre sueños y palabras.
Luego vinieron los libros. Mi madre me enseñó a leer con una obra de teatro infantil de Valle Inclán. Pertenecía a una colección para niños que tenía dibujos muy entretenidos y se titulaba «La cabeza del dragón» -realmente se titula Farsa infantil de la cabeza del dragón-. Aprendí a leer muy pronto, sobre todo porque mi madre me leía, me enseñaba las letras y perseveraba en que aprendiese. Yo disfrutaba imaginando todo lo que podían las palabras entre sí. Y descubría ese extraño fulgor que desprenden cuando chocan. Como un aprendiz de mago. Lo más curioso es que a la edad de cuatro años le dije a mi madre que quería ser filósofo -esto es real, no es una invención-. Yo no tenía ni idea de que era aquello, pero había escuchado a hombres muy serios en la tele decir cosas graves en un tono animado. Y no paraban. Yo no me enteraría de nada, pero bueno, aquello debió dejarme alguna marca porque aquí estamos. Pero lo más importante vino en la adolescencia. Y no sin episodios delirantes y bizarros como el que ahora les paso a relatar.
El mejor episodio se lo debemos al Círculo de Lectores. En su afán por ilustrarme filosóficamente, mi madre pedía todo aquello que tuviese que ver con la filosofía. Pues bien, un día vio un libro titulado La Filosofía en el tocador, escrito por un tal Donatien Alphonse François de Sade, y tuvo a bien regalármelo. Me dijo: «- Te he pedido un libro de filosofía, que ya sabes que en lo del Círculo siempre hay que estar pidiendo cosas». Entonces llegué a mi habitación y me encontré con un libro del marqués de Sade. No comment. Mi madre no sabía del contenido del libro, le pareció que era de filosofía -estaba en esa sección- y que de seguro sería interesante. Lo era, desde luego. Lo divertido de esta historia es que ahora puedo recordársela de vez en cuando, sacarle un poco los colores y reírnos un rato. Encore un effort.
Creo que el regalo más especial que me ha hecho mi madre en formato de libro ha sido Un mago de Terramar, de Ursula K. Le Guin. El regalo incluía los demás libros de la saga en la editorial Minotauro. Debía tener unos doce años más o menos. Estaba obsesionado por aquellas fechas con El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, que me había recomendado mi profesora de lengua. Entonces mi madre, que había asumido que debían ser libros más o menos parecidos a los de Tolkien, tuvo a bien el regalármelos unas navidades. En fin, pertenecían más o menos al mismo género, así que las expectativas eran altas. Reconozco que quedé bastante decepcionado al principio. Esperaba magia, espadas, grandes guerras épicas e inmensas batallas. No lo encontré. Así que los aparqué. Pasaron tres o cuatro años y volví a darle una oportunidad a Terramar. Tampoco. Hasta que tuve unos veinte años no leí bien el primer libro. Me quedé fascinado con lo que intuía era la filosofía de la obra, con el personaje principal, Gavilán -un don nadie pobre pero con mucho talento-. Y con cómo, al igual que en una tragedia griega, cometía hybris y desencadenaba un desastre sobre sí y sobre el mundo. Y todo debido a su propia ira, miedo y egoísmo. A su deseo por ser el mejor. El libro trataba de cómo volver a equilibrar la balanza de las cosas y era todo un relato iniciático. Llegué al segundo libro de la saga y lo dejé. Me gustó, pero no continué. Me adentré en el cuarto volumen por curiosidad, Tehanu, y lo abandoné rápido por aburrimiento.
Volví a Terramar a los 30, y saqué muchas enseñanzas del primer libro. Volví a dejarlo ahí. Pero mi formación filosófica y una lectura más fina me permitieron descubrir de todo: anarquismo, la importancia del equilibrio entre el hombre y la naturaleza, el valor de la justicia, la fuerza de la verdad y una mística de las palabras y los seres que ha dejado mucha huella en mi memoria literaria. El problema de las propias acciones y sus consecuencias estaba muy presente, y la imagen de la lucha contra el ego, contra uno mismo exorcizando los propios miedos, me resultaba cada vez más potente. Además vi claro que había una cuestión de género en el texto que hasta entonces no había sabido leer. Y que me había producido cierta incomodidad o desinterés cuando era adolescente. Al leer el ciclo entero con treinta y seis años descubrí una joya total. No voy a desvelar lo que sucede, pero es una historia épica atípica, donde el personaje principal muta libro tras libro, adquiere edad y experiencias -Le Guin nos hace muy conscientes de su envejecimiento- y juega a ser el héroe de todo Terramar. Y lo consigue. Una masculinidad heroica acaba sacrificando mucho de sí para restablecer el equilibrio del mundo y su desenlace es más que interesante. Porque no es épico. No es un redoble de tambor de masculinidad tradicional con triunfos y amantes.
Sólo diré que el libro que menos me gustaba, Tehanu, ahora me encanta. Allí el protagonista, Gavilán, ya no es quien era en los demás libros. El gran mago de las islas. Si no un hombre con experiencias muy diversas, torpe en el trato y que se ve obligado a pastorear cabras y vivir con una mujer, Tenar, y una niña estigmatizada, Therru. El gran mago, que ha olvidado el don que le permitía unir las palabras y las cosas, hacer magia, se convierte en un hombre que debe aprender a cuidar y que, además, pasa a un segundo plano en relación con las mujeres -verdaderas protagonistas del relato-. Le Guin confronta a la masculinidad con todo aquello que ha reprimido tradicionalmente, los afectos, el cariño, la dulzura, y hace del que fuera personaje principal alguien arisco y huraño. Pero debe aprender y aprende, poco a poco. Aprende el valor del cuidado y aprende de su vulnerabilidad, apreciando su nuevo lugar y lo que ahora puede experimentar. Es un texto feminista, sin duda, donde se cuestiona también el orden masculino de Terramar. Y no sólo. Pues bien, esta obra me regaló mi madre. Y sólo he podido descubrir su trama conforme he ido madurando y pintando canas. Y al final esa trama -salvando las mágicas distancias- ha terminado pareciéndose mucho a la mía.
Si he podido aprender de las palabras de Le Guin y descubrir lo que había en ellas, lo que había dentro, deshaciéndome de aquello que no me dejaba escuchar, si he podido crecer y aprender a la hora de aceptar muchas cosas y creer en mí, ha sido por las horas que he pasado con Araceli en la cocina, comentándole mis desasosiegos, mis errores, mis contradicciones, las heridas del ego, las bobadas que he hecho, los daños recibidos y los provocados. Las injusticias que hacemos y padecemos en el mundo de las relaciones. Ella sólo ha sabido nutrirme y darme savia para seguir caminando, a pesar de encontronazos, de diferencias de opiniones y de un genio que compartimos, sobre todo cuando olemos lo que no es justo. Así que ahora, que estamos confinados, y que por azares de la vida volvemos a estar juntos, también vuelven a estar unidas la imaginación, la palabra y el afecto, los relatos que tejieron lo que somos y hemos sido bajo este techo. Madre e hijo. Familia de algún modo. Perseverando en el amor y la palabra que nos damos. Feliz cumpleaños, Mamá.
Mario Espinoza Pino
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