Hay una grieta en todo, es así como entra la luz
Leonard Cohen
…para que las ruinas de
los tiempos juntos sean la eternidad: para que el rostro
se transforme en rostro: la mirada en mirada: la mano
al fin en reconocimiento…
José Ángel Valente
Vivimos en una sociedad que no sabe qué hacer con las heridas. No se nos educa para mirarlas de cerca o bregar con ellas, mucho menos para aceptarlas como parte de lo que somos. Hablamos de heridas afectivas y de grietas en nuestra identidad. Vacíos o carencias acompañados de sufrimiento psíquico que surgen a lo largo de nuestra experiencia con los demás. El capitalismo tardío nos ofrece dos salidas: exhibirlas de manera sobreactuada y con orgullo, algo que precisa de muchísimo trabajo y una buena dotación de recursos, o negarlas y sumirlas en el olvido –arrinconándolas en el desván del inconsciente–.
En un mundo donde el yo ha adquirido tanta importancia, mucha más de la que Freud pudiera prever a comienzos del siglo XX, lo primero incluso puede deparar cierto éxito a los más emprendedores. Pero siempre a base de dopar el ego: hoy existe toda una industria de la felicidad y el coaching que enseña a ello por un módico precio. Incluso podemos llegar a construir algo parecido a una marca personal que exponga de manera atractiva nuestras laceraciones –crearemos así lo que los periodistas denominan como historias de interés humano; el mercado siempre está ávido de ellas–. En cualquier caso, lo segundo siempre ha sido peor, porque relega una parte de nuestra identidad a un lugar que rechazamos o no queremos integrar. Y el dolor se vuelve crónico, cíclico y no tiene ninguna contrapartida libidinal.
Por supuesto, no sólo existen estos dos polos. También podemos hacer el esfuerzo de acercarnos a nuestras heridas y ver qué quieren decirnos. Ello también exigirá recursos y esfuerzo, pero el viaje puede llevarnos más allá del coaching, la exhibición y la represión. Aproximarnos a la herida, cuando esta aún es reciente, puede ser una tarea muy dolorosa y delicada. Sobre todo porque mirarla o sentirla provocará en nosotros una fuerte conmoción emocional. Pensemos en la pérdida de un ser querido. En todo aquello que anhelábamos compartir con él, en la injusticia de su partida y en esas palabras que nunca dijimos y debíamos decir. Pasará tiempo hasta que hagamos el duelo, situemos su ausencia y hagamos las paces con la siempre difícil idea del otro.
Las heridas derivadas de la pérdida pueden llegar a sumirnos en una depresión o en una aciaga sensación de desamparo. Ello dependerá de la fuerza de nuestros vínculos. Lo bueno es que suelen aplacarse con el paso del tiempo. Aún así, no es lo mismo perder a un padre cuando uno cuenta con cincuenta años que perderlo a los quince. Sufriremos mucho en ambos casos, pero el poso que dejará el dolor y sus cicatrices serán muy diferentes. En el primer caso lo interpretaremos como un desenlace natural –son las inexorables leyes de la vida–, en el segundo la huella de la desaparición de un padre, una madre o un hermano será honda y duradera, golpeando una personalidad joven que carecía de herramientas para afrontar el duelo.
Nuestras heridas no tienen por qué estar relacionadas con la muerte. Pueden tener un origen mucho menos dramático y más cotidiano. Ello no significa que no sean temibles y persistentes. Y es que todo daño psíquico de importancia alberga una dimensión traumática cargada de asombro –crea un hito con gran peso simbólico en el relato que construimos acerca de nosotros mismos–. Genera un antes y un después. Y muchas veces de manera inconsciente. Cuando hablamos de “asombro” hacia la herida no nos referimos a una suerte de deseo perverso que busca verse sumido en el dolor –cosa que también puede darse–, sino que lo interpretamos de una manera más neutra. Decía Spinoza que el asombro o la fascinación hacia un objeto genera tal impronta en nosotros que nos obliga a atenderlo de manera singular, abstrayendo el contexto y excluyendo cualquier otro elemento que pudiera hacerle sombra. Brilla por sí mismo. Y esa extraña luz quedará registrada en la memoria como una marca indeleble.
En el caso de una herida psíquica, las connotaciones de este asombro serán negativas, pues su singularidad está asociada a un trauma que nos infunde consternación u horror cuando lo traemos a la mente. Especialmente si no somos capaces de trabajar sobre su grieta, si no tenemos aún la capacidad de parar nuestros ojos sobre ese lugar al que no queremos mirar. Una herida de este tipo puede venir de escenas tremendamente usuales de nuestra infancia, adolescencia o madurez. Porque las heridas no distinguen de tiempo. Además, una vez aparecen, habitan una suerte de eternidad que las hace inherentes a nosotros: parece que siempre hubiesen estado ahí.
De donde vienen las heridas
Además de constituir una fase de juego y experimentación, la infancia suele ser mucho más que esa edad dorada que tantas veces estilizamos en la memoria: también puede ser una selva poblada por traumas. En las fases tempranas de nuestra formación como sujetos, caminamos a tientas entre las fronteras de la familia –llena de figuras importantes y ambivalentes– y un mundo exterior que causa tanta fascinación como temor. Es ahí, en ese escenario difuso y precario, donde pueden aparecer las primeras magulladuras. Freud hizo mucho hincapié en la infancia como el terreno de la formación del deseo, donde aparecen nuestras primeras representaciones, identificaciones y objetos, un momento en el que todavía no distinguimos “el bien” del “mal”.
Nuestros vínculos de interdependencia más primarios toman forma a través de una dialéctica con el otro, dialéctica cuyo movimiento esboza los perfiles iniciales de una identidad. Y como en una extraña danza, nos acoplamos tanto como nos oponemos a esa figura ajena que es el otro, pues nuestro deseo apunta siempre a su propia satisfacción –algo que no siempre es posible–. Más tarde o más temprano, en medio de ese vaivén de afectos y anhelos infantiles, la figura del otro nos impondrá su ley. Nos revelará un límite: no todo puede ser, existe un orden. Entonces se trazarán roles, géneros y especies, llegarán normas de conducta, castigos, refuerzos, valores y expectativas que nos atravesarán y se fundirán con nuestra propia piel. A partir de ese instante, buena parte de lo que llegaremos a ser siempre estará mediado por el reconocimiento. También por nuestra relación con esa ley.
Por supuesto, el personaje que nos descubre al orden y nos saca del Edén no es un “otro” cualquiera: forma parte de nuestra familia. Madre, padre, abuela o hermano, integramos las normas acompañadas de un rostro, de unos gestos singulares y olores característicos e irrepetibles. Su amor y su deseo deja su huella en nosotros. Así, asumimos el orden implacable de las cosas –orden social antes que familiar– a través de un proceso de integración que mezcla afecto, cuidado y miedo. Y es aquí, en este tenso nudo entre la naturaleza y la historia, donde comienza a decidirse quienes somos y quienes llegaremos a ser. Pronto aparecerán las heridas más básicas que habitarán nuestra psique. Y es que nunca se encaja del todo en la ley. A veces nos oprime tanto que nos vemos llevados hacia su transgresión. Otras ni siquiera podemos reconocerla bien del todo –la gran mayoría de las veces–. Incluso puede que más adelante la sometamos a un profundo y doloroso cuestionamiento. Y con él a las figuras que nos inculcaron la vieja norma.
En un gran texto sobre el psicoanálisis, el filósofo Louis Althusser hablaba de este proceso de maduración inicial como del rito de paso que nos convierte en humanos. Y lo describía como una “guerra sin memorias ni memoriales”: “la mayor parte salen indemnes de esa lucha, o por lo menos, se dedican a hacerlo saber en voz alta; muchos de esos antiguos combatientes quedan marcados de por vida; algunos morirán un poco más tarde a causa del combate, a menudo reabiertas las viejas heridas”. Más allá del lenguaje bélico de Althusser, lo cierto es que nuestros traumas iniciales mantienen un pacto secreto con nuestras heridas futuras. Los viejos traumas se reabren en nuevos escenarios y ponen a prueba nuestro equilibrio –incluso nuestra cordura en los casos más extremos–. Es en esos momentos cuando tenemos que afrontar las heridas. Su dolor y su sentido. Y aunque hayamos llegado a ser adultos tras toda una carrera de obstáculos, no siempre estamos preparados para mirarlas a los ojos.
Hacia un saber de las heridas
Profundizar en las heridas, en su sentido y en aquello que tienen que decirnos, no deja de constituir todo un desafío. Como ya comentamos, la sociedad no nos enseña demasiado sobre ellas. Nos obliga a silenciarlas o reprimirlas. O a “superarlas” mediante cierta ortopedia del yo. De hecho, solemos sentir nuestras heridas como una culpable marca de debilidad. Abordarlas requiere muchas veces de ayuda –la de un amigo o un profesional–, porque resulta muy arduo percibir su hondura por nosotros mismos. Precisamos de otro ángulo de visión. Y lo necesitamos porque las heridas no son un mero agregado a nuestra identidad, forman parte de la misma, nos constituyen –nos guste o no–. Por ello, aunque las suframos, nos cuesta tanto tocarlas, recorrer su relieve, porque forman parte de nuestras inercias psíquicas más profundas, incluso de los sueños y anhelos que creemos más “libres”.
Una herida puede manifestarse como un sentimiento de inadecuación o vergüenza ante una situación por temor a no “dar la talla”, a no encajar en un rol –tenemos pánico a no ser reconocidos porque una vez fuimos señalados–. Otra puede hacer brotar la ansiedad cuando sentimos que no tenemos el control sobre las cosas. Las heridas habitan nuestras elecciones eróticas, nuestras proyecciones y fantasías, llevándonos reiteradas veces a repetir patrones y volver a herirnos “en el mismo sitio” –una herida temprana se anuda así a toda una cadena de naufragios amorosos–. La irrupción de la herida puede paralizarnos o deprimirnos, pero nos indica dónde duele, y si seguimos su rastro, seguro que encontraremos respuestas reveladoras. Pero lo primero es acabar con el “asombro” que produce la herida, con la tristeza y la conmoción que puede provocarnos. Para ello hay que integrarla y aceptarla, de manera que deje de ser ese hito traumático al que tanto tememos y tanto nos condiciona.
Es importante entender que las heridas son nuestras, a pesar de que hayan sido otros quienes puedan haberlas provocado. Esas magulladuras también somos nosotros. Son nuestro espejo. Y no hay una versión perfecta de nosotros mismos sin esas cicatrices esperándonos en algún lugar. De hecho, somos lo que somos no sólo a pesar de ellas, sino también gracias a ellas. Al principio será penoso reconocer esto –¿Qué puede haber de virtuoso en la herida?–, pero es un paso importante para entenderlas y sanarlas. Además, ellas nos conectan con algo que nuestra sociedad egocéntrica y neoliberal no deja de negar: la fragilidad y la vulnerabilidad humanas. Y esta dimensión precaria de la vida no sólo nos atraviesa a nosotros como individuos, sino que como una inmensa brecha nos traspasa a todas y todos. Por tanto, y saliendo de cierto solipsismo, es importante ser conscientes de que todas y todos estamos heridos.
Platón solía recurrir al mito en sus diálogos para expresar, a través de la imagen y la metáfora, aquello que muchas veces el pensar no podía hacer patente del todo. En este caso conviene recurrir a uno que permite ver desde la herida. Apolodoro narra en su Biblioteca la vida de Quirón, el centauro. Mitad hombre, mitad bestia, había sido engendrado por el titán Cronos en forma de caballo y por la oceánide Filira. Quirón, al contrario que la mayoría de los centauros, tenía un carácter afable y además era un sabio: filósofo, artista, educador, músico y sobre todo médico, fue el maestro de algunos de los héroes griegos más legendarios. Al ser hijo de un titán, Quirón era inmortal. Sin embargo, un día Hércules, uno de los héroes griegos más conocidos, hirió al centauro por error. Y lo hizo con una flecha envenenada. Algunas versiones cuentan que lo hizo luchando contra la Hidra de Lerma, Apolodoro sostiene que fue luchando contra otros centauros. El caso es que aquella herida hizo que Quirón padeciese un enorme sufrimiento.
Quirón, el médico de los dioses –mentor de Asclepio, dios de la medicina– tenía una herida incurable que sólo podía hacerle sufrir. Uno se imagina al médico enfermo, curando con conciencia de su propia herida, viviendo aún y ejerciendo su arte. Pues no podía morir. Al final Zeus se apiadó de él: Quirón regaló su inmortalidad a Prometeo, y el dios del relámpago le hizo ascender al firmamento, convirtiéndolo en una constelación con forma de centauro –Sagitario–. Pues bien, sucede que todos somos un poco como el pobre y sabio Quirón. Aunque no seamos ni centauros ni inmortales, albergamos heridas que nos acompañan toda la vida. La cuestión es qué podemos hacer con ellas. Lo primero, como decíamos, es aceptarlas: amarlas, porque son parte de nosotros. Y una parte muy íntima y verdadera. Podemos sanarlas y entenderlas, pero como la herida de Quirón, nos acompañarán hasta que nos desvanezcamos en el polvo. Por eso es bueno cuidarlas, tenerlas siempre en cuenta, porque además nos avisan de muchas cosas. Hay un saber de la herida.
Ese saber, emocional, físico y mental –porque lo abarca todo–, también nos permite conectar con la vulnerabilidad del otro. No sólo desde el nivel individual de la empatía, sino también desde el lazo colectivo de la solidaridad. Sanarnos y sanar tiene que ver muchas veces con reconocernos y reconocer ante el otro aquello que no podíamos ver en nosotros, obrando en consecuencia. Y quizá no veíamos porque las heridas nos cegaban. Sin embargo, ahora podemos propiciar una escena de mutuo reconocimiento en el cuidado. Pero esta sanación también puede tener que ver con unirnos al otro –o a muchas más– para enfrentar un daño común, protegiéndonos, ya que lo que está en juego es la vulnerabilidad de todas y de todos. Se puede politizar la herida.
Hay que resignificar las cicatrices, hacer de ellas algo alejado de cualquier estigma o sentimiento de insuficiencia. Y comprender, como lo hacía Leonard Cohen, que todo en este mundo tiene una grieta. Que todo está roto. Pero que gracias a esa fisura, a ese accidente, es por lo que la luz entra en nosotros. ¿Será entonces la constelación de Quirón una hermosa cicatriz en el cielo? Reconocernos en las heridas, hacer de ellas un lugar habitable, un espacio de saber y aceptación, es todo un reto. Pero es un reto que merece la pena asumir. Para querernos mejor a nosotros mismos y a los demás. Incluso para actuar colectivamente nos conviene saber lo que vale una herida.
Mario Espinoza Pino
Alucinante compañero. Es un análisis de como aprender del paso por la vida muy profundo. Ojala lo aplicáramos todas en nuestras vidas y en nuestro quehacer político. Un abrazo.
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Muchas gracias, Julio, hermano. Me alegra mucho que te haya gustado. En fin, qué te voy a contar… Vamos aprendiendo. A veces encontramos mayor fortaleza en lo que señala nuestra vulnerabilidad que en cualquier gesto afirmativo del ego. Un abrazo enorme.
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Gracias Mario por este texto tan acertado, donde poesía, ciencia y visión se entrelazan con la maraña voluntad colectiva de asumir nuestras grietas para sostener aún más la vida. Todo un desafío en tiempos de pandemia y en esta película neoliberal de mal gusto que nos han impuesto. Abrazos!
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