Ese aroma que evoca los fantasmas
de las fragancias vírgenes y muertas.
Antonio Machado
No recuerdo cómo sucedió. Pero tengo claro que no fue algo progresivo. Si hubiese sucedido poco a poco mi memoria lo hubiese registrado de algún modo: una línea en descenso cayendo en picado hasta su desvanecimiento fatal. Pero no. Pasó del día a la mañana; literal: una noche me acosté con congestión nasal y al día siguiente no podía oler nada. No es que hubiese perdido un poco de olfato, como cuando uno se constipa y tiene una rinitis algo pesada, sino que lo había perdido por completo. No me alarmé demasiado al principio: tras unas semanas de vértigo, presentándome a oposiciones, buscando piso, preparando una mudanza, de bus en bus y asediado por aires acondicionados, achaqué el malestar al estrés. A esas circunstancias en las que el cuerpo no puede más y nos grita basta. Pero no era sólo eso.
La anosmia o pérdida el olfato es algo muy extraño. Es como si el mundo se olvidase uno de los elementos que lo hacen próximo y tangible. Real. Habitualmente suele entenderse el olfato como una suerte de “sentido complementario” del gusto, un suplemento importante, ya que sin él las cosas que ingerimos no “saben” de verdad a lo que deberían saber. Yo me di cuenta de que lo había perdido tomando el desayuno. De repente, los matices esperados en las tostadas y el café se disiparon. Todo de golpe. El sabor de los alimentos se hizo mucho más basto y la paleta sensorial se redujo a lo básico: amargo, salado, sabroso, ácido y dulce. La comida se convirtió en una sombra de lo que había sido hasta entonces. Estaba claro que no se trataba de un mero resfriado.
Además de la incertidumbre que ocasiona albergar el dichoso virus, la pérdida del olfato supone un cambio drástico en nuestra vida más íntima. Parece una obviedad, pero todo huele: desde que nos levantamos por la mañana y nos desperezamos, lavándonos la cara con jabón, hasta que nos acostamos tras cepillarnos los dientes. Todas y cada una de nuestras experiencias en el hogar es manifiesta un olor específico y singular –aunque sea de fondo–. El café sobre el embudo de la cafetera, el olor posterior al servirlo, el gel de la ducha en contacto con el agua y la piel o la comida que preparamos. Aplastamos el ajo con el cuchillo y sentimos su olor característico, cortamos el tomate y sentimos ese frescor particular en la nariz. Paladeamos olfativamente el comino, el cilantro o el romero que vamos a echar al guiso, y sabemos cuándo está a punto gracias a esa sensación olfativa que nos avisa.
Hay algo bastante siniestro en la pérdida del olfato. Al desvanecerse, nuestro universo familiar, el de las sábanas, los platos, la ducha y la piel –propia y ajena–, se transforma en otra cosa. Es como si nuestras experiencias se viesen amputadas o se nos inoculase una insidiosa anestesia en la percepción. Pero lo que predomina es esa atmósfera ominosa al esperar recibir un estímulo conocido y no hallarlo por ninguna parte. Incluso nosotros mismos perdemos realidad al no poder olernos: nuestro sudor, nuestro cuerpo, todo queda fuera de nuestro horizonte de experiencias posibles. Hasta el olor de nuestra sexualidad. Por no hablar de esa esencia singular e intransferible que destilan los demás: los otros también acaban convirtiéndose en personajes inodoros, disminuyendo la fuerza de su presencia. Su compañía se torna un tanto extraña.
El olor de las emociones
No hay duda de que el olfato alberga una dimensión tremendamente instintiva. Algo lógico si tenemos en cuenta que lo desarrollamos antes de nacer. Ya en el vientre percibimos el olor del líquido amniótico a través del epitelio olfativo, además de diversos olores externos que, poco a poco, pasarán a formar parte de nuestro universo de aromas más inicial. Cuando nacemos, el olfato funciona como una brújula que orienta nuestras primeras navegaciones. Gracias a él reconocemos inmediatamente a nuestra madre y seguimos el rastro de la leche materna para alimentarnos. Cuando apenas contamos con semanas somos un poco como Grenouille, el protagonista de El perfume de Patrick Süskind, grabamos la fragancia de la gente y la distinguimos por las sensaciones olfativas que nos provocan.
Desde el punto de vista filogenético, el olfato es un sentido químico muy primitivo. Pertenece al sistema límbico, una estructura que ya encontramos desarrollada en reptiles o anfibios. Esta parte del cerebro es la responsable de nuestras emociones e instinto de supervivencia, por tanto, constituye la base de la vida afectiva. Que el bulbo olfativo se encuentre integrado en el sistema límbico nos habla de lo primario del sentido del olfato y de su relación con las emociones. Pero también de sus vínculos con la memoria: el olfato crea las huellas de nuestra cartografía afectiva más infantil –permite elaborar conexiones neuronales muy tempranas–, y partir de ese momento no dejará de estar involucrado en la formación de nuestros recuerdos. De hecho, a partir de un olor pueden estimularse todas las áreas emocionales del cerebro, generando reminiscencias muy vivas.
Un aroma puede desatar un torrente de memorias y evocaciones de todo signo –que se lo digan a Marcel Proust–. De repente, una sensación olfativa nos transporta a aquel verano de nuestra adolescencia, en el que disfrutábamos despreocupados, o nos trae la imagen de nuestra abuela y sus caricias por una analogía entre los aromas que guardamos bajo la piel. Esta ecuación química puede resolverse también en un estado de alerta cuando los recuerdos o los olores no son precisamente placenteros. En cualquier caso, la anosmia, la pérdida de la sensibilidad olfativa, nos condena a que nuestro mundo se torne muy ajeno, algo que refuerza la pesada atmósfera de confinamiento generada por la pandemia –aunque ahora podamos salir a la calle–. Estamos ante otro tipo de encierro sensorial, pero no por prevención, sino porque el virus anida temporalmente en nuestros cuerpos.
Una de las cosas más raras que me ha pasado en estas semanas sin olor tiene que ver con la lectura. Pero también con la memoria. Es como si la capacidad de evocación de los olores se hubiese visto afectada. Ahora que voy recuperando poco a poco matices y retazos de aromas, la situación parece estar cambiando. Lo que me sucedía era que al leer una novela –en concreto Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez– mi imaginación sensorial no podía evocar bien los olores, desde el metálico perfume sangriento de los rituales descritos en la obra a las fragancias de las flores de los jacarandás pudriéndose sobre la tierra. Hasta la imaginación se encuentra aturdida y pierde facultades a la hora de producir sus propias quimeras estéticas y sensoriales. Así las cosas, solo he podido acceder a un fantasma de estas ficciones –algo que tratándose de la novela de Enriquez, viste la narración de tonos más lúgubres y le agrega un grado mayor de desconcierto-.
Algún pan que en la puerta del horno se nos quema
Hablando de espectros, un conocido que es médico comentaba que una de las cosas más chocantes que le han sucedido tras pasar el coronavirus tenía que ver con el olfato. Al igual que muchos otros, dejó de percibir los olores unos días después de que aflorasen otros síntomas típicos. Cuando comenzó a recuperar el sentido, y sin una causa sensorial aparente, comenzó a llegarle un fuerte olor a gasolina a la nariz. La penetrante fragancia persistió durante meses. Parece que durante el proceso de curación, nuestro olfato y nuestra poderosa memoria pueden producir un fenómeno llamado fantosmia. Comenzamos a percibir “olores fantasma” que no están asociados con nuestras percepciones olfativas actuales: de repente captamos un perfume, la impresión olfativa del humo o un inesperado olor a barniz que no debería estar ahí, en medio del jardín. Lo habitual es que sintamos confusión con tanto baile de sensaciones.
Al escuchar las experiencias de varios casos de anosmia, pensaba que esta pérdida colectiva del olfato no dejaba de resonar metafóricamente en el contexto social y pandémico que estamos atravesando. Sin este sentido tan primario, es difícil saber si la comida se nos está quemando o si el lugar en el que nos encontramos apesta. Tenemos que forzar otros sentidos para saber si lo que estamos cocinando estará bien hecho o sigue crudo. O si toca airear las habitaciones o darse una ducha. Tengo la sensación de que el shock de la pandemia nos ha hecho perder colectivamente el olfato ante algunas cosas intolerables, estropeando nuestra orientación moral y política. Pienso aquí en la parosmia, otra enfermedad derivada del virus que confunde al gusto y al olfato, convirtiendo en dulce lo amargo o el sabor de la fruta en jabón.
Citando a Vallejo, parece que no podemos oler ese pan que se nos quema en la puerta del horno. Tampoco cómo va subiendo el hedor a podredumbre. El odio, el racismo y la miseria no han hecho más que crecer este último año. Los casos tienen nombres y apellidos: Younes Bilal, Samuel Luiz, María Ángeles Guerrero y el millón y medio de familias que dependen de las tristemente célebres “colas del hambre” para poder comer. Esta anestesia del olfato colectivo resulta más que preocupante. La desorientación surge ante una izquierda incapaz de cumplir promesas básicas para que la gente pueda sostenerse –derechos sociales y materiales– y una (extrema) derecha crecida, abonando un clima que permite normalizar la violencia y hace de la polarización un sentido común aberrante. Más nos vale recuperar ese sentido olfativo común pronto, o el olor a excrementos no nos dejará respirar.
Ahora que voy recuperando poco a poco los matices de los sabores y comienzo a distinguir las notas de cacao y tueste en el café, pienso en la importancia del olor del otro. En los olores íntimos y colectivos, en esas sábanas compartidas que “huelen –al decir de Brines–, si reposas, al suave y acre olor del que nace la vida” (Erótica secreta de los iguales) y en el olor de las multitudes, esa suma de fragancias singulares que se agregan cuando somos capaces de estar juntos. Dulces, ácidas, refrescantes, resinosas, florales: una mezcla de esencias diversas que a través de una sorprendente alquimia es capaz de destilar una esencia mayor y abrir una grieta en nuestras percepciones. Es el paso previo para que surja algo imprevisto, algo no esperado y vivo. Recuerdo más o menos cómo olían las asambleas de un mayo de hace diez años. Y lo hago sin nostalgia, porque ahora necesitamos otra cosa. Pero antes de nada tendremos que recobrar el olfato, advertir el aroma de la dignidad y rechazar la pestilencia que nos acecha.
Mario Espinoza Pino
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