Volver al origen…

Volver al origen con toda la sed del verano.

Y adivinar entre los surcos de la tierra los oscuros vestigios de los que brota el día. Su fértil sombra, húmeda y plena, yace ahí, como esperando un nombre que no llega. Esa sombra que acompaña las sendas que tomamos, y anticipa la floración del trazo singular sobre los mapas apresurados de la vida. Higueras, espigas, tomillo y olivares abaten al sol cuando cae la tarde sobre los espartales, mientras los cardos, centinelas de los últimos fuegos, estiran sus cuellos verdes y morados -ya casi secos- sobre las viejas tapias. ¿Qué pueden ver a través del aire sofocado del estío? ¿Escuchan palpitar el ritmo de las aguas por debajo? ¿A qué destino se entregan? Pase lo que pase, el sol dora su carne lentamente, bebiendo su savia para teñir la tierra de ceniza. Solo así comenzará la vieja danza. Volver al origen no es volver al principio, es soñar la fuente y el deseo, la inquietud de un rito que no termina y debe reanudarse. Como una infancia perdida que debemos recobrar, como un futuro escondido en los pliegues de la memoria: tal vez una tormenta sobre el páramo, una larga siesta abrazado a tu cuerpo o un tiempo vegetal del que nacer, entre pólenes e insectos de la luz. Nacer, sí, descubrirse desnudo -otra vez- en el origen. Beber todavía de la ciencia inagotable de los principios, de los seres y las criaturas que amanecen. Seguir vivos.

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