Sobre la muerte. Freud, lo perecedero y la vida.

 

La muerte siempre tiene algo de imprevisto. No importa lo mucho que nos hagamos a la idea.  Incluso cuando tenemos la certeza de que alguien querido morirá, nunca solemos estar preparados del todo -¿acaso se puede?-: en medio de una larga convalecencia, pasamos horas en compañía de un familiar o un amigo enfermo. Lo velamos, nos despedimos y saludamos el tiempo que nos resta en común -tal vez días, quizá horas-. Y mientras tanto estrechamos intimidad con la ausencia e imaginamos un mundo sin esa persona a la que todavía queremos en presente. De manera precaria intentamos acostumbrarnos al porvenir y casi tenemos la tentación de hablar en pasado. En definitiva, nos preparamos para decir adiós y nuestra mente pinta un mundo que sigue rodando sin ella o sin él, envueltos por el trabajo de un duelo anticipado que intenta sobreponerse al dolor que llegará. Quizá así, pensamos, la pérdida será menos dolorosa -el autoengaño también es un bálsamo, y muy necesario-. Sea como fuere, intentamos hacernos a la muerte, entenderla en el cuerpo del otro, pero cuando la respiración cesa y el mundo cambia -y cambia definitivamente, porque alguien ya no está ni estará- las cosas adquieren otra tonalidad. Un color inesperado.

Parece mentira, pero la muerte, el fin, aquello que abre de par en par las puertas de la ausencia,  siempre es otra cosa que la que pensábamos. Pero sobre todo es una pérdida, un viaje sin retorno: alguien no volverá. Y también una extraña oportunidad que puede terminar haciéndonos valorar más la vida, aquello que somos y a quienes tenemos alrededor. Un reacción natural, se dirá. Sucede algo extraño -o quizá no tanto- con la muerte de quienes queremos. Especialmente cuando uno empieza a dejar de ser tan joven. Dejar de ser tan jóvenes: existe una consciencia más fluida del paso del  tiempo, y los mapas y cartografías de las décadas y los afectos empiezan a superponerse con demasiados nombres, voces y personas. Nuestros lugares especiales han cambiado una veintena de veces y nuestros padres -si siguen con nosotros- empiezan a parecerse cada vez más a personas bastante mayores. Lo raro o no tan raro de la muerte tiene que ver con lo irrepetible de una vida y con el vacío que deja en el itinerario compartido. «Solía caminar por estas calles, ahora ya no lo hará»: entre una cosa y otra la ausencia recortada sobre el recuerdo nos permite ver algo. De algún modo, la muerte es lo que singulariza definitivamente, lo que termina de poner los puntos sobre las ies de un modo irreversible. Una suerte de fin de obra vital.

Como al poeta y al taciturno personaje que acompañaban a Freud durante un paseo primaveral de 1915 -paseo que dio lugar al breve texto Lo perecedero (1916)-, seguro que nos encantaría gozar «eternamente» de la compañía de alguien a quien amamos con locura. Alguien verdaderamente valioso. La tristeza de aquel par de transeúntes en medio de un campo florido no tenía tanto que ver con las personas, sino más bien con la fugacidad de la belleza estacional, con su rápido fin y agostamiento. Freud, que era un hombre razonable, no entendía el drama y la aflicción anticipada que sentían sus acompañantes ¿acaso no se daban cuenta estos pesimistas de que otras flores y prados resurgirían el año próximo? ¿Y cómo disfrutar así del presente y la exuberancia de lo vivo? ¿Qué sentido tenía una meditación sobre la muerte y la finitud en medio de aquella primavera? ¿Para qué embotar así los sentidos? Pero es que además, el hecho de que fuera fugaz -o perecedero- no desvalorizaba un ápice aquella belleza que podían contemplar. ¿No era precisamente su ser perecedero lo que incrementaba el valor de aquella obra de la naturaleza? Su rareza y su singularidad habitaban una duración limitada. Y lo cierto es que la vida, por mucho que queramos, no puede sustraerse al tiempo por más cuentos de eternidad que le inventemos.

El texto de Freud contiene una enseñanza profunda, tanto en el orden afectivo como en el ético. Quizá podríamos plantearlo como una doble exigencia para exponer nuestra vida a menos dramas superficiales y más a circunstancias de verdad -lo que no quita que estas dejen de ser dramáticas llegado el caso-. Es normal afligirse anticipadamente por la pérdida de un ser querido, forma parte de un duelo que tenemos que iniciar: el primer gesto de una despedida. Pero esta labor no debería interferir a la hora de celebrar aquello que todavía tenemos delante, la vida del otro y todo aquello que compartimos. Atesoremos su frágil rareza que se declina en presente. Sigamos aprendiendo. Aunque nos embargue el dolor y la tristeza, también habrá pequeñas alegrías -y serán difíciles de olvidar-. Se dirá que esto es mucho más radical que aquello que Freud criticaba en el carácter de sus dos acompañantes. Y es cierto: aquí los campos no volverán a florecer, se marcharán y no volverán. Pero lo que sigue siendo verdad es que nada de ello le restará valor, incluso lo incrementará. En definitiva, los humanos somos eso: fugacidad, alegrías que viven y perecen, vulnerabilidad, cuerpo, mente y afecto. Amor. Recuerdo. Ese fondo precario nos constituye.

Del relato de Freud puede sacarse una máxima ética más general que no está estrechamente relacionada con momentos dolorosos, pero que incluye a la muerte como algo natural. Nacemos y morimos. Más tarde o más temprano sucederá. En nuestras manos está el hacer de nuestro trayecto un penar anticipado, orientado a la muerte y hacia alguna salvación trascendente, o una meditación de la vida que asume la fragilidad de lo que existe, experimenta y aprende de ello -quiero imaginar que un judío de Amsterdam llegó a decir algo parecido en el siglo XVII-. Esta enseñanza más general nos dice que aprovechemos la vida, porque sólo hay una y no se repite. Y tampoco se repiten las personas que nos encontramos en el camino -para bien o para mal-. Entendamos que nuestras vidas son de una rareza extrema -por ello en extremo valiosas- y las experiencias que compartimos también. Sin inflaciones dramáticas, con naturalidad: toque reír o toque llorar. Porque habrá que hacer ambas cosas. Pero bueno ¿Y qué era eso extraño y a la vez conocido que nos traía la muerte de un ser querido? ¿en qué sentido la muerte singulariza la experiencia de una vida? ¿Y qué hace de nosotros?

La muerte nos convierte en algo parecido a jueces, gente que sentencia sobre alguien que ya no puede devolvernos la palabra. Nos da un lugar que probablemente nadie querría. Ahora podemos hablar de manera grave o ligera, y las palabras -las nuestras, las de otras- construyen una madeja que teje el recuerdo de la persona que se ha ido. Lo familiar de la muerte es que veremos a esa persona a lo largo de las experiencias por venir, aconsejándonos, ofreciéndonos algo de luz en las palabras que lo evocan. Y cuando los dolores pasen, será un refugio, un lugar en el que reconfortarnos. Lo extraño será que ya no lo veremos, y su ausencia se recortará de todos los mapas, como un viejo negocio cerrado en una calle, una persona a la que no podemos visitar, una referencia que era indeleble y que ahora -porque así es la vida- ya no lo es más. Su huella quedará en aquella esquina, en este lado del sofá. O en una terraza luminosa. Nosotros seguiremos siendo jueces improvisados, tímidos en nuestras sentencias, porque al final lo que queda es el amor. Lo compartido. Un mundo que ya no es y persevera en el recuerdo -pero también en este, a través de su legado en nosotros-. Y llevaremos ese tesoro hasta que tengamos que entregárselo a alguien. Mientras tanto, habrá que aprovechar la vida: un don perecedero y único. También común. Frágil, material. Al final -como decía Erik Olin Wright- somos polvo de estrellas afortunado. Hagamos algo que merezca la pena con ello.

Mario Espinoza

*A la memoria de Galo, que merecía más un poema que una larga reflexión, y que supo hacer que su vida mereciera la pena contagiando de vida a todas las personas que tuvo alrededor: -«Soy en el buen sentido de la palabra, bueno», Antonio Machado.

 

 

Un comentario sobre “Sobre la muerte. Freud, lo perecedero y la vida.

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  1. Nunca se está preparado para la muerte de las personas amadas, pues aunque exista esa certeza, sigues sintiendo vida, su vida que va de la mano de la tuya, cómo soltarse llegado el momento? Cómo dejarlo marchar? A dónde?
    Existen mentes que simplemente son incapaces de pintar un mundo que sigue girando si la persona que lo abandona lo hace para siempre, ese cambio de tonalidad… es demasiado oscuro para poder ver otros tonos que arrojen algo de luz. Un dolor tan agudo, que dicen que el tiempo ayuda a apaciguar y que opino que es todo lo contrario. Más bien te obliga a seguir, se puede valorar más la vida con tanta oscuridad? Cada persona tiene una capacidad diferente para afrontar pérdidas tan inigualables, ver un poco más allá, es verdaderamente complicado cuando una sombra negra te arrincona y paraliza, ahí… no existen tonalidades. Quiero creer que se dejarán ver pequeños fragmentos de luz a los que poderme asir, pequeñas chispas que harán brotar nuevos recuerdos gracias a las pequeñas alegrías que describes en tu escrito.

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