Del cuidado

Apenas guardamos memoria sobre aquellos días. En ocasiones algunos flashes o destellos retrospectivos. Recuerdos que evocan olores, sensaciones y retazos de imágenes que pertenecen a una época remota. Es imposible reconstruir el hilo de aquellos momentos iniciales sin la ayuda de quienes fueron testigos, de quienes estaban ahí, cuidándonos. Éramos frágiles y débiles, pequeños. Totalmente dependientes. Y necesitábamos al otro tanto como a nosotros mismos para existir. Un otro nada abstracto: bajo los nombres de madre, padre, hermano, hermana, tío, tía, abuelo y abuela -en los casos más comunes- están los rostros y las manos de quienes nos alimentaban, limpiaban y sostenían cuando nosotros aún no podíamos hacerlo. Por encima de nosotros, pero sobre todo por debajo, nos abrazaba y protegía esa constelación singular y casi umbilical que solemos llamar «familia». Un término que se conjuga de maneras muy diversas -en ocasiones enrevesadas- y que además no deja de mudar a lo largo de la vida: hasta el punto de hacernos invertir papeles y situaciones. Y es que el día menos pensado dejamos de ser sujetos-de-cuidado para convertirnos en personas que cuidan. Pero no sólo se trata de la edad, de los cambios que trae consigo contar cada vez más estaciones, sino también de la fortuna: dos o tres circunstancias azarosas pueden provocar un cambio de escenario total.

Lo cierto es que nunca dejamos de ser sujetos que precisan de cuidado. Dicha condición define y atraviesa nuestras vidas: desde el primer día hasta el último. Y es que a pesar de creer en todas las ilusiones de independencia, control y cuasi-omnipotencia que solemos fabricarnos -y una sociedad hiper-individualista como esta no deja de fomentar tales ilusiones-, somos, sobre todo, vulnerables. Esa precariedad constitutiva es el fondo sobre el que escribimos, emborronamos y sobrescribimos nuestras historias. Pero sucede que la mayoría del tiempo damos por descontado nuestras fuerzas. Confiados a la normalidad, olvidamos que somos de carne y hueso. Frágiles. Un día, de repente, y sin saber muy bien por qué, tropezamos y nos rompemos una pierna, un brazo o nos quebramos la cadera. O nuestros pulmones -hartos de la contaminación urbana- enferman y dicen que ya basta. O peor: los últimos análisis traen malas noticias y sabemos que la convalecencia será larga y el desenlace incierto -tendremos que prepararnos para afrontar lo que venga-. Así, la casualidad y la enfermedad se dan la mano, quebrando esa imagen coherente y relativamente lineal que nos hacemos de nuestro día a día. Y de manera forzosa, el cuidado vuelve a ocupar un lugar central en nuestros relatos, obligándonos a replantear el guión cotidiano.

Perdemos la salud y vemos trastocadas nuestras vidas: si todo va bien, terminaremos por recuperarnos y recobraremos nuestro paso. Pero hasta pasado un tiempo no podremos sostenernos del todo por nosotros mismos. Volveremos a experimentar con cierta intensidad esa condición precaria y vulnerable que nos habita como seres interdependientes. Ahora bien, también habrá otros y otras que compartan la experiencia de la convalecencia -sus dolores, límites y problemas- casi en primera persona. Habitualmente la familia -declínese como se quiera-, los más allegados y próximos. Siempre que haya suerte, claro está, porque también puede que dispongamos de pocos recursos o incluso que no tengamos a nadie. O que tengamos al Estado y a sus servicios sociales… que tras una década de políticas de austeridad, recortes y falta de inversión, están como están: hechos un desastre. La sanidad pública aguanta, pero cada vez peor y ello a pesar de sus buenos profesionales -que suelen hacer lo mejor que pueden con lo que tienen-. Y es que cuidar y ser cuidado, como tantas otras cosas, también es cuestión de clase. Pero también de tener papeles y derechos de ciudadanía. En cualquier caso, si tenemos suerte, seremos cuidados, y un grupo de personas nos acompañará en el trance, recorriendo con nosotros todas las etapas de la convalecencia: los sinsabores iniciales, las mejorías, las necesidades repentinas, las frustraciones, las alegrías y -si no hay más obstáculos- el trayecto final hacia la recuperación.

Robinson, ese hombre

En relación con el cuidado, vale la pena traer a colación una imagen que Karl Marx utilizó en su día para retratar a los economistas clásicos. Es una sátira sobre su falta de sentido histórico y también una metáfora acerca de la modernidad. Y es más profunda de lo que parece -de hecho, alcanza nuestro presente-. ¿Y qué tendrá que ver la economía capitalista con el cuidado? Mucho, y no para bien. Luego verán por qué. Decía Marx en un escrito de 1857, refiriéndose a Adam Smith y David Ricardo, que comenzar un tratado de economía a través de la figura del hombre aislado -ya como cazador o pescador- no era más que una robinsonada. Pretender que la economía tiene su punto de inicio en el individuo, y que son sus solas fuerzas las que levantan todo el edificio de la sociedad, no podía ser más que fantasía -una invención perezosa y ramplona por lo demás-. Lo que hacían estos economistas no era otra cosa que convertir al individuo de la «sociedad civil» burguesa, la sociedad que les era contemporánea, en medida de todas las cosas. También del pasado. El individuo aparecía así como un dato «natural», ajeno a la historia y el tiempo. Como el sol que sale y luego se pone. Quédense con la figura de Robinson: un hombre -esto es, un sujeto masculino- que con sus capacidades puestas a trabajar, logra sustentarse y prosperar. Un hombre aislado en la naturaleza que todo se lo debe a sí mismo.

Al contrario de lo que pensaban los economistas clásicos, el individuo del individualismo burgués era fruto de una larga historia: para empezar, de la disolución de los vínculos de la sociedad feudal en occidente. Y es que cuanto más retrocedemos en el tiempo, señalará Marx, aquello que entendemos como individuo se encuentra más estrechamente circunscrito a una colectividad. Aparecen más vivamente lazos de dependencia y pertenencia en relación con la familia, la tribu, la comunidad. En resumen: que Robinson y el individuo forman parte de la imaginación capitalista, de un modo de producción que ha desprendido al individuo de toda una serie de lazos sociales y colectivos históricos -quebrados por la emergencia del capital-. Y que aunque estos subsistan de algún modo, se ha borrado su relevancia, se los ha desplazado, erigiendo al individuo como centro del mundo. Es fácil ver la sintonía existente entre el mito de Robinson, las bondades del selfmade-man -el hombre hecho a sí mismo que adoptó el american dream– y su prolongación, bastante despotenciada, en el sujeto del neoliberalismo, cumbre de la atomización social y la mercantilización de sí. Por que ¿Qué es Robinson sino un emprendedor a lo bestia? El mito del gran productor solitario, en cierto sentido dios y demiurgo moderno, cuya figura explicita la masculinidad tradicional, la energía desplegada en el trabajo, el fruto del sudor, la emancipación individual… Pero ¿Qué pasaba cuando enfermaba Robinson? ¿Se bastaba a sí mismo? ¿Nadie lo cuidaba?

Los mitos burgueses tienen las patas muy cortas: cuando uno pregunta por algo tan humano como enfermar, suelen venirse abajo. Y es que eso del cuidado es un coste improductivo, y, en fin, esas cosas no interesan. O interesan poco. Ya estemos en el siglo XIX o en el XXI. Porque -dicen- no genera ni riqueza ni capital. La imagen de Robinson así esbozada, héroe autosuficiente de la económica clásica, oculta todo aquello que se sitúa más allá de la expresión de su actividad laboral. Calculará, a lo sumo, y siempre dentro de un balance entre costes y beneficios, cuánto tiempo de ocio puede permitirse. Pero las «contingencias» de la salud, el afecto, el cuidado y los avatares de la vida quedan fuera de escena. «Bueno, para eso es un mito o un símbolo», se dirá. Sí, pero un mito con consecuencias muy reales. Hoy día, y con prosa peor que la de Adam Smith, se nos sigue forzando a entrar en el viejo molde de este mito. Y es una mitología que no tiene respuestas para la enfermedad, el dolor y la dependencia. Ahora el joven emprendedor solitario -nuevo Robinson- debe inflar su ego, enviar (y enviarse) mensajes positivos todo el día, vivir su trabajo como actividad feliz en la que se autodesarrolla -aunque le paguen una mierda-, ser dueño de sí mismo, convertir obstáculos en virtudes, ser resiliente, hacer abstracción de aquello que entiende como «tóxico» -palabra peligrosa cuando hablamos de relaciones humanas- y encima triunfar en medio de la precariedad. ¡Y ser único!. Ahí es nada.

Más allá de la cocina

Robinson es sólo una figura moderna más, entre otras tantas, desde la que se pretende instituir un ideal de autonomía, independencia y dominio de la naturaleza -también dominio del otro, no olvidemos que el personaje original de Defoe era un colono-. En aquella época el enemigo a batir era el feudalismo y sus vínculos señoriales. Robinson era un ideal que se concretaba al precio de relegar al silencio dimensiones básicas de la vida. Y hemos continuado a través de esa senda hasta la actualidad. Alimentando ficciones de omnipotencia, control y negación de la vulnerabilidad. Sobre todo los hombres -no es casualidad que el aventurero Robinson sea un tío-. La división sexual del trabajo funciona así, construyendo una masculinidad enfocada en el triunfo laboral, la esfera pública, el prestigio a través de la carrera y toneladas de represión emocional y afectiva. También anclada en la dominación -que se dice de muchas maneras-. Las mujeres, sin embargo, y como si de una naturaleza se tratase, han debido adaptarse (por la fuerza) a la esfera íntima, al cuidado, al sostenimiento del otro, a sumar dobles jornadas -la salarial y la doméstica- y a verse a sí mismas como sujetos pasivos frente a la actividad masculina. Por supuesto, estas formas de socialización son construcciones históricas de rancio abolengo (patriarcales, capitalistas, heterocentradas), pero su eficacia sobre nuestras prácticas y maneras de conducirnos son más que obvias. Por suerte todo esto no ha dejado de cuestionarse gracias a un movimiento feminista muy vivo.

Volviendo a la cuestión de la enfermedad y el cuidado, ya hemos visto que nuestra sociedad no parece preocuparse demasiado por ello: a las políticas que destruyen los servicios públicos hay que sumarle un sustrato cultural e ideológico lleno de robinsonadas y majaderías emprendedoras. Pero por mucho que nos neguemos a mirarlas, las circunstancias seguirán estando ahí. Nacimos siendo sujetos de cuidado, vulnerables e interdependientes, y eso no cambia. Y no cambiará por más ilusiones de autosuficiencia que queramos construir. Parece que tratásemos de cobijarnos a través de discursos, ideas vacuas y soluciones mágicas de la intemperie que es la propia vida. Sobre todo los hombres. Pero cuando toca enfrentarse al cuidado, cuando sobreviene la dependencia, vemos lo mal que se nos ha equipado para ello, y cuántas mentiras hay detrás de nuestras mitologías modernas y postmodernas sobre el individuo. En estos casos, uno piensa que otro gallo hubiese cantado si hubiésemos buscado nuestros modelos más en las cocinas, por utilizar el enclave desde el que Silvia Federici y Nicole Cox critican una economía capitalista que no reconoce el trabajo de reproducción social realizado por las mujeres. O en la crianza. Aunque estas cosas hay que tomarlas como grano de sal, no vaya a pensarse que nos hacemos una idea romántica de «lo doméstico» o que pecamos de alguna forma de esencialismo que vincula a la mujer con no sé qué domesticidad -estamos lejos de estos delirios-. Y es que el problema del cuidado no es otro que el de su socialización.

Hace unos días, mi madre dio un traspiés y acabó en urgencias. Una fractura severa. Araceli ya tiene una edad, y aunque está acostumbrada a poder con todo, nunca se puede con todo. En casa de mis padres son dos hombres. Conmigo, que vivo al lado, tres. Y privilegiados para afrontar estas situaciones: mi padre es médico jubilado, ya mayor, mi hermano enfermero. Yo apoyo a diario además de juntar letras. Si no dispusiésemos de tiempo y recursos, de ambas cosas, si la coyuntura no hubiese sido favorable para el cuidado, una mujer de casi 70 años -que podría ser la madre de cualquiera o de nadie- se encontraría ante una situación muy difícil. ¿Y cuántas personas no están así? Muchísimas. Nuestro itinerario hospitalario ha sido agridulce -se notan los recortes y los problemas administrativos, pero también la profesionalidad-. En estos momentos en que toca cuidar, sobre todo cuando se trata de una madre, afloran muchas cosas y se cruzan muchos umbrales para todos: la inversión de los papeles, el tránsito de ser cuidadora a ser cuidada, la vergüenza inicial de algunos momentos íntimos, las incertidumbres de la convalecencia, la dependencia y lo que suponen los dolores -experimentarlos y verlos desde fuera-. También las contradicciones en las que nos sitúa la masculinidad tradicional. Como efecto colateral, vale la pena señalar que una inmersión práctica en el cuidado acaba siendo mucho más eficaz deconstruyendo  roles de género que cualquier tratado del que nos sabemos tan bien la teoría -y que muchas veces practicamos tan mal, dicho sea de paso-.

De nuevo: no se trata de mirar con romanticismo el cuidado. Tampoco la familia -aunque yo tengo muchísima suerte con la mía-. El cuidado puede ser limpiar orina, mierda, sufrir dolores de espalda al levantar a quien queremos, descansar mal, perder los estribos y desplazar nuestros proyectos por el otro. Pero también una posibilidad para re-crear nuestros vínculos afectivos y una fuente (dolorosa) de aprendizaje. Un hermoso  y crudo espacio de reciprocidad. Cuando miro a mi madre, no dejo de pensar en este artículo de Nuria Alabao, «Madres y abuelas: heroínas silenciosas de los cuidados», porque mi madre es justamente una «heroína» en este sentido. No deberían perderse el texto, pues plantea con agudeza y lucidez la importancia de reorganizar las prioridades del cuidado dentro de nuestra sociedad, los retos que tenemos por delante para pensar una buena vida en común. Porque de eso se trata. Y para ello sería esencial romper con los mitos culturales que nos condenan a una autonomía descarnada, egocéntrica y sin cuerpo, pretendidamente autosuficiente. Resulta apremiante construir a través de prácticas de cuidado, comunitarias, otros modelos de socialización que integren la vulnerabilidad, la interdependencia y la contingencia; no sólo como un elemento básico de lo humano, sino también como potencias. Deshaciendo así las robinsonadas que arrastramos. Pero también acabar con las políticas de austeridad que destrozan los servicios públicos, hospitales y centros de salud, al tiempo que inventamos instituciones comunes o redes de cuidado que sepan adaptarse a nuestras necesidades y problemas de manera más estable. Socializar el cuidado, por supuesto, pasa por romper con una masculinidad torpe y afectivamente reprimida, dispuesta a cuestionar su lugar patriarcal -la división sexual del trabajo-, quebrar sus corazas (tenemos muchas) y a dejarse atravesar por la vida. Con todas sus consecuencias. Sólo así algunos comenzaremos a aprender algo. Y a cambiar un poco las cosas. Más nos vale.

Mario Espinoza Pino

 

 

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