No es otro texto llamando al voto -o sí-.

Otra jornada de reflexión más. Seguro que a estas alturas todo el mundo está harto de ver campañas, anuncios y carteles por todas partes. Sobre todo de esa suerte de atmósfera entre trepidante y anodina a la que invitan los comicios: siempre tanto espectáculo para tan pocas nueces. Y es normal. Nuestros rituales democráticos son pobres y necesitan de mucho aderezo mediático y pompa institucional para seguir legitimándose cada cuatro años. Incluso cuando los tiempos de espera son más cortos necesitan cierto dopaje. Lo que no viene siendo ya tan habitual es poder degustar en prime time mensajes abiertamente racistas, machistas y tan patrióticamente rancios -muy de primera mitad del siglo XX-. Y lo peor: con un gesto que vende recortes de derechos e involución política y se hace pasar como «fresco», salpimentado con fake news y en un contexto donde los medios regalan gustosos focos y minutos. Reír esas gracias nunca ha sido más perverso y peligroso. Aunque lo cierto es que los voceros de estos discursos poca regeneración y cambios pueden ofrecer: no tienen más trayectoria que la de los chiringuitos y las redes clientelares de la derecha oficial -el Partido Popular-. Sólo hace falta repasar el historial del Abascal y cía.

Hablamos de VOX, que son parte del problema -y de un problema grave-, pero mucho me temo que la situación es más complicada de lo que parece. Muchas personas participamos en un ciclo de movilizaciones que comenzó en 2011 con el movimiento 15M, fueron años de agitación e intentos de radicalización democrática. Sus destilados políticos fueron Podemos y los diversos municipalismos, cuyo seísmo recorrió todo el Estado en 2015. Las anteriores elecciones ya nos enfrentaban al agotamiento de este ciclo, pero estas -como último clavo en el ataúd- certifican del todo el fin de las dimensiones virtualmente rupturistas que pudo contener el propio 15M. Ahora nos enfrentamos a una restauración conservadora, una restauración del régimen del 78 fraguada a toda velocidad, y que ha sabido docilizar e integrar las aristas más «salvajes» de las herramientas políticas construidas a lo largo de 2014 y 2015. Y, como coda, también ha descompuesto los ecosistemas movilizados que ayudaron a alumbrar tales apuestas. La intrahistoria es densa y vergonzante -nos la ahorramos por hoy-. En muchos casos, la frustración ha dejado a su paso hastío y tierra quemada. Y al final el retorno perpetuo de las sempiternas clases medias y sus miedos -fácilmente sobornables cuando se encienden los conflictos-.

No es mi intención hacer un análisis del patriotismus abascalensis -fase posmo del homo franquista-, ya habrá tiempo de esas cosas, pero hay que dejar una cosa clara: su subida no es fruto sin más del favor de los medios, sino que es una variable más, si bien extrema, inscrita en el código genético del régimen del 78 -construido, ladrillo a ladrillo– a través de grandes dosis de franquismo sociológico y derrota obrera. Acompañados, eso sí, por los azúcares de la sociedad de consumo y un Estado de bienestar menguado. Dos placebos que han funcionado históricamente para suturar carencias de libertades, demandas democráticas y justicia social -e histórica-. Y donde nuestro modelo financiero-inmobiliario -de burbuja-crisis-recortes, y más burbuja y lo que sigue- sigue siendo el sustrato material y cultural. En cualquier caso, los esteroides de VOX son fruto de una repetición de elecciones cuya responsabilidad es del PSOE, que no ha dudado en buscar a la derecha por activa o por pasiva frente a cualquier pacto de izquierdas con Unidas Podemos -harto machacones con eso del «queremos gobernar», dicho sea de paso-. Y lo ha hecho hasta tal punto, que no ha dudado en repetir una vez más la «fiesta de la democracia» al ver que no salían las cuentas para gobernar en solitario: con un clima marcado por la derechización -con VOX y PP como protagonistas-, el aburrimiento popular y la intragable sentencia del Procés, la fiesta promete dejarnos con un buen resacón el lunes. Todo gracias al desparpajo de Ken primero de España -y asesores-.

La izquierda y el voto

El que aquí escribe mañana votará. Y lo hará por Unidas Podemos. Como ven, sin secretos desde el principio. Para que les voy a engañar. Pero sí me gustaría compartir una reflexión que quizá persuada a algunos o algunas a votar. O al menos a pensar un poco en las cosas que hacemos y no hacemos. Qué sé yo. Las democracias que habitamos son todas espectaculares y de baja intensidad: se fundan en la representación, contienen pocos mecanismos de participación, desprecian el referéndum, imposibilitan mecanismos efectivos para fiscalizar a los cargos electos, y se preocupan poco a o nada por crear instituciones que permitan producir opiniones colectivas de manera crítica y vinculante. Somos considerados átomos con opinión que se expresan en las urnas ocasionalmente y de manera estadísticamente significativa -y poquito más-. De la producción de la opinión y la cultura democrática ya se ocuparán los medios (por suerte los hay críticos) y los partidos en liza, bombardeándonos. Y así, votamos como consumimos: de manera individual, eligiendo un producto, bien o servicio. Que el voto -esa sagrada acción política- sea homologable a cualquier operación de compra-venta no es azaroso (¡vivimos en una sociedad capitalista!). Y que a eso le llamemos democracia resulta bastante cutre ¿No les parece?

Esto de las elecciones funciona como un mercado, donde partidos que poseen un capital político variable contienden por hacernos creer en sus programas políticos y en las caras de sus figurantes. Y más en esto último y en su representación mediática que en lo primero. Los partidos son oligarquías y su tendencia es oligárquica: producen sus castas, estructuras y especialistas -en el mejor de los casos buenos cuadros, en el peor fontaneros y palmeros ansiosos por medrar-. «¡Pero qué anti-político te está quedando todo, Mario!» Ya verán que no. Todo esto sugiere que en la política de la representación se trata de confiar en un representante, y que este hará lo que se supone dicta su programa y la cultura política que dice, otra vez, representar (demasiada suposición y representación). Y jugará la baza que quiera jugar dentro de las instituciones del Estado -poniendo en riesgo o no sus votos según sus decisiones-. Porque para eso es propietario ocasional de nuestras voluntades democráticas. Y ahí se agota la cosa. Ahí están sus límites. Para quienes desde las izquierdas somos críticos con la sociedad capitalista y con la factura del Estado moderno -paralelo a la misma- la cuestión del voto ha sido tradicionalmente polémica. Cuando votamos ¿Consentimos las formas de dominación del binomio Estado/capital con nuestro voto? O al revés ¿Es nuestro voto la herramienta que nos permitirá cambiar las cosas? ¿Sirve de algo la abstención pasiva? ¿Y regañar a quienes no votan como irresponsables, tiene sentido?

Yo prefiero que se apruebe una subida del salario mínimo, se amplíe el gasto para la Sanidad Pública, la Educación Pública y se reformulen las políticas de vivienda -basándolas en el derecho a que todos y todas tengamos un hogar, terminando con la especulación-. También que se derogue la Ley de Extranjería, se acabe con los CIEs y se confronte la crisis climática. Y no quiero que se criminalice el derecho a decidir de los pueblos o que nos recorten más derechos sociales. Y tampoco quiero que el Estado, que además tiene el monopolio de la violencia, se dedique a aprobar leyes lesivas contra las mujeres, las personas migrantes, a privatizar las pensiones o a recortar aún más derechos laborales. Por eso voto. Porque prefiero unas cosas y pretendo limitar otras. El voto es una herramienta débil, pero tiene valor en la medida en que influye en los equilibrios de poder de la política de la representación y su democracia oficial. Hay que desmitificarlo y desacralizarlo. «¡Pero qué reformista te está quedando ahora el texto!». Votar es una práctica que ayuda a propiciar un clima y a generar dinámicas institucionales afines a nuestras preferencias, la acción política es otra cosa, y se encuentra habitualmente más allá de la representación. De hecho, cuando la representación se convierte en algo más que política de gestión y rutinas burocráticas, es porque algo que no puede representarse late por debajo y es capaz de torcerle la mano o desbordar su expresión normalizada.

Lo importante

Estamos en un clima de cierre de ciclo y de clara restauración. El PSOE -tras sus coqueteos izquierdistas de plástico- ha vuelto a demostrar tres cosas: a) Que no es de izquierdas; b) Que sigue siendo el partido de orden de toda la vida, el ala progresista del Régimen del 78; c) Que es experto en políticas de gestos y en abandonar las cuestiones materiales cuando las élites se lo piden (las élites: Blackstone, el BBVA y cía). En este sentido, que los psocialistas ondeen ahora el miedo a la extrema derecha, siendo quienes le han dado alas, no parece muy creíble -por no decir que es bastante vergonzoso-. El ala derecha, por cierto, está bastante satisfecho -salvo Ciudadanos, que va en picado- porque pueden decir ahora públicamente las barbaridades que antes callaban. Y todo gracias a VOX y su variante de aguirrismo vociferante y patriótico. Votar, en este contexto, no es otra cosa que intentar poner diques a un momento de derechización, y la única izquierda con un programa que puede hacer frente a esto y capear mejor la crisis -porque viene una crisis- es Unidos Podemos. He sido crítico con Podemos y lo seguiré siendo. Voto con una pinza en la nariz. Lo que no haría jamás es perder el tiempo con Más País -la fracción oportunista de Íñigo Errejón-, ya demostraron en Madrid su buen hacer blanqueando el pelotazo de la Operación Chamartín.

«Entonces quien no vota… ¿favorece la derechización de la que hablas?». Pues mira, quien se abstiene y se mira el ombligo todo el año, desde luego que sí. Pero quien se abstiene y está 365 días militando en colectivos de barrio, movimientos sociales o espacios comunitarios que buscan transformar la sociedad, no sólo no contribuye a derechizar la sociedad, sino que intenta cambiar las cosas desde la base. Y no están las cosas como para dar lecciones a gente que se deja tiempo, horas y recursos en construir espacios de contrapoder, alternativas vivas a un presente ya suficientemente distópico. Porque lo importante está precisamente ahí. «Ahora te estás poniendo un poco anarquista, chico». Y más que me voy a poner. Si el ciclo político del 15M ha fracasado en muchas de sus expectativas, ello ha sido por confiar en exceso en unos dispositivos electorales que no han podido salir del bucle de la coyuntura partidaria e institucional. Y que, seamos sinceros, han arrasado a sus bases y expulsado a los activistas que una vez les prestaron confianza y apoyo. La cuestión de cómo organizarse nunca pudo plantearse, nunca pudieron trenzarse de manera sólida, firme y constante los nudos entre las herramientas políticas, los conflictos -sólo algunos- y un afuera vivo. Y ese afuera es lo único que podía vivificar las estructuras rápidamente anquilosadas de las nuevas herramientas políticas estatales y municipales.

De lo anterior pueden inferirse varias cosas. Que el voto es una práctica rutinaria dentro de una democracia estándar occidental y europea. Que la nuestra es regulera tirando a peor. Que el voto tiene valor, pero un valor limitado. Facilita o dificulta transformaciones -o impone rodillos abusivos-. Y que lo importante -más allá del voto- es lo que hacemos por conseguir una pensión digna, una Educación Pública de calidad, una Sanidad Pública bien dotada y cómo nos movilizamos para que las mujeres no tengan que cobrar un 26’5 % menos que los hombres por amor al patriarcado. Que lo importante es acabar con el racismo, la homofobia y la pobreza, que todo el mundo tenga una vivienda, y que es fundamental construir alternativas sociales y políticas que permitan ensanchar la democracia. Porque sin instituciones comunes y democráticas propias, ajenas al Estado, como Centros Sociales, Sindicatos sociales, comunidades en lucha y espacios de economía cooperativa y no capitalista, será imposible construir ningún cambio real. Desde la base.

El domingo votaré a Unidas Podemos, creo que su programa es el mejor, y creo que al menos dificultarán cambios lesivos para las mayorías sociales. Si estuviese en Euskadi o Catalunya a lo mejor mi voto sería distinto. Hay gente que admiro en otras listas a la izquierda. Por otra parte, vienen tiempos complicados, y si no construimos un tejido social y movilizado fuerte, poco a poco, la travesía en medio de las dificultades por venir será peor. Parece que los nuevos conflictos serán más duros y alejados de lo que fue el 15M -sólo hace falta mirar a Francia-. Habrá que volver a una política de minorías, capaz de construir lazos comunitarios más estrechos. Pero una política de minorías hegemónicas -o capaces de dar forma a cierto sentido común desde unos principios y prácticas sólidos y radicales-. ¿Cómo se hace eso? Pues todo será quedar con otras y con otros y empezar.

Mario Espinoza Pino

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