Antimemorias del COVID-19: De cómo llegamos hasta aquí

I’m in an European Super State
Every citizen required to debate!

Killing Joke, European Superstate

Ya llevamos algún tiempo encerrados. Algunos más y otras menos. Según el calendario oficial, ese que tiene la capacidad poner puntos, comas y paréntesis al curso de los días, llevamos algo más de medio mes. Y aquí seguimos: confinados por nuestro bien, el de nuestros seres queridos e incluso el de la sociedad. La verdad es que no lo vimos venir. O al menos no imaginábamos que algo así podría pasar. ¿Un país europeo metido en una alcoba? De todos modos, no debería extrañarnos. Lo hemos visto en numerosas películas, series y novelas del género distópico. Quizá por eso al principio sentimos un escalofrío ambivalente. No nos lo podíamos creer. Sin embargo, la trama se convirtió rápidamente en verosímil y poco después en algo bastante siniestro. No era un simulacro: era real. Cuando quisimos darnos cuenta estábamos sumidos en una pandemia de proporciones colosales y confinados en nuestros hogares. O peor, vagando por las calles en busca de un techo y cuatro paredes bajo las que cobijarnos. El COVID-19, un virus que creíamos lejano y hasta exótico, llegó a nuestras ciudades y dio la vuelta a todo aquello que muchos entendíamos como normalidad.

Detrás de cada confinamiento hay encerradas muchas preguntas. Y de todo signo y variedad. Las hay más cotidianas y más trascendentales. Pero todas se encuentran marcadas por el miedo y la incertidumbre. Las clases medias viven la monotonía del teletrabajo y los días iguales. El privilegio de una normalidad anormal en un tiempo de excepción. Desayunar, mirar por la ventana, comer, cuidarse, comunicarse, aplaudir a las ocho. Quienes tienen menos recursos, no pueden pagar alquiler o han perdido el trabajo sólo pueden pensar en cómo salir de esta. Los recursos económicos comienzan a escasear y en Italia -con más días de confinamiento encima- las calles ya están revueltas. Parece que al gobierno de España le preocupa mucho la situación, pero no tanto como dice. Al menos por lo que implican sus medidas de emergencia: prefiere endeudar a la gente con microcréditos para pagar el alquiler que atajar los problemas económicos de raíz, esto es, suspender los alquileres sin más. Pero no. Eso supondría tocar a las oligarquías de siempre y cortar el paso a los especuladores -que, dicho sea de paso, salen muy bien parados con las medidas-. Una Renta Básica de Cuarentena solucionaría la vida a la mayoría de la gente. Pero por ahora no se la espera. Por otro lado, quienes viven en la opulencia tienen pocas preguntas y nadan más bien entre respuestas. Probablemente ya estén programando como sacar tajada del capitalismo del desastre que se nos viene encima. Pero volvamos a las preguntas.

Las dudas de las personas son muchas. Y tienden a multiplicarse con el pánico y el temor. Estar entre cuatro paredes, en soledad o acompañado, invita forzosamente a reflexionar. Hasta cuando no se quiere. Una de las interrogaciones más habituales que la gente anhela despejar tiene que ver con el origen de la pandemia. Y es que cuando nos pasa algo lo primero que queremos saber es el por qué, tener algún relato a mano que de sentido a las cosas. Sobre todo cuando se presentan tan complicadas. Por supuesto, el tema del origen es uno de los que se lleva la palma en cuanto a teorías de la conspiración -siempre prestas a soñar con algún gran plan maestro de dominación mundial y personificarlo en algún enemigo-. Y es normal. Este tipo de respuestas permiten simplificar mucho un acontecimiento complejo. Además se nos ha sazonado día a día con toneladas de fake news en las redes sociales, en la televisión y hasta en el supermercado -con máscara puesta y guantes enfundados-.

Más allá de estos relatos, existen amplias probabilidades para creer que la agroindustria tiene mucho que ver con la naturaleza infecciosa del virus y su agresividad. El biólogo Rob Wallace alerta sobre las consecuencias de la industria ganadera a gran escala y sus relaciones con la epidemiología viral, dando dos claves interesantes. Por un lado, el acaparamiento progresivo de nuevas tierras para su explotación libera nuevos patógenos, los cuales pueden difundirse rápidamente debido a las tupidas redes que comunican el mundo -y para los cuales no hay inmunidad desarrollada-. Por otro, aunque relacionadas con lo anterior, estarían las condiciones de producción de la mega industria ganadera. El monocultivo genético de los animales de granja debilita las barreras inmunológicas que podrían frenar la expansión de nuevas cepas víricas, el hacinamiento masivo y la alta productividad de esta industria sólo harían el resto: proporcionar huéspedes al virus y ampliar las posibilidades del contagio. Algo así parece haber sucedido en Wu Han si lo miramos desde una óptica más estructural. Mientras este tipo de explotaciones depredadoras continúen, mientas importe más la tasa de beneficios de estas multinacionales que la vida de la gente y el planeta en que vivimos, estaremos expuestos a un riesgo pandémico creciente. Al final, como en tantas otras ocasiones, podríamos decir aquello de ¡»Es el capitalismo, estúpido»!

Abandonando ya la popular cuestión de «los orígenes», lo cierto es que hay muchas otras inquietudes en la cabeza de la gente. Las más obvias: el miedo a enfermar, la insuficiencia de las medidas económicas, la agresividad del virus, la saturación del sistema sanitario español, el número creciente de fallecidos y una intervención política sobre el problema que todavía no muestra frutos importantes ante la pandemia. Por no hablar de esos temores que nos quitan el sueño cuando pensamos en los más mayores de la familia o en nuestros amigos y amigas para quienes el COVID-19 es un peligro mortal. Tendremos tiempo de abordar estas cuestiones en capítulos posteriores de estas antimemorias. Aunque, dicho sea de paso, no está de más darnos cuenta de que las políticas de austeridad y los recortes no salen gratis. Como rezaba aquella pancarta de la Marea Blanca por la sanidad durante los años posteriores al 15M: «Los recortes en sanidad matan». Ahora comprobamos tristemente que era verdad. Se refería a algo muy real.

No obstante, hay otras preguntas que resultan algo incómodas. Y que en una situación como esta se presentan casi como un tabú. Pero que al mismo tiempo son demasiado acuciantes como para negarnos a plantearlas. Vivimos en un Estado de alarma, en una sociedad militarizada. Los fines declarados de esta disposición jurídica excepcional son poner término a la pandemia del coronavirus, mantener el orden e intentar volver a algo así como «la normalidad». Mucha gente sospecha que eso de la normalidad se ha terminado. Otra quizá todavía no. Pero cada día que pasa queda menos normalidad a la que regresar. Lo cierto es que, y aquí viene lo incómodo, a través de una retórica militar de «guerra contra el virus» se nos ha encerrado en casa, se ha ido paralizando gradualmente la producción -probablemente más tarde de lo debido para evitar contagios- y se ha limitado de golpe buena parte de nuestros derechos civiles. Y ha resultado bastante fácil. Los temores desplegados por la pandemia han materializado la predicción de un poeta canadiense que hablaba de nuestra época: «La tristeza del zoológico caerá sobre la sociedad».

Como decíamos al principio de estas antimemorias, si a alguien nos comentase hace unos meses que en la Unión Europea iban a decretarse sucesivos Estados de Alarma (Italia, España, Francia, etc.), probablemente no daríamos crédito alguno. Ha sido rápido e indoloro, ya que nuestros temores estaban puestos en otra parte: en las vidas que podían perderse y en nuestra propia seguridad. ¿Pero qué sucederá cuando toque volver a nuestra nueva (no) normalidad? ¿Se restaurarán igual de rápido nuestras libertades civiles? ¿Podremos protestar y organizarnos para superar colectivamente la situación? ¿O se utilizarán el Estado de Alarma y la Ley Mordaza de una manera represiva para «contener» el más que previsible descontento social? ¿Viviremos una desactivación a plazos del Estado de Alarma? Y no me vengan ahora con que esto suena demasiado alarmista, porque casi nadie vio venir la distopía que hoy habitamos. De hecho, Hungría acaba de suspender su parlamento sine díe, Víktor Orbán tiene plenos poderes y gobernará a golpe de decreto. Se dirá que el país húngaro ya era autoritario, que FIDESZ -su partido- era una fuerza de ultraderecha, pero ahora mismo estaríamos hablando de la primera dictadura que integra la Unión Europea. Ya no es una democracia «iliberal», es un Estado autoritario.

Europa, oh Europa: esa gran cultura «descendiente de Platón», guardiana de la democracia desde el Báltico al estrecho de Gibraltar, donde todo ciudadano es requerido al debate. Todo eso decía irónicamente la banda inglesa Killing Joke, señalando la hipocresía del «super estado europeo», esa Unión en la que las viejas libertades -que nunca lo fueron para todo el mundo, pues siempre han discriminado por género, clase y color- han dado paso hoy a la excepción. La gran federación ahora está a la gresca en una pugna norte-sur para dirimir cómo se afronta económicamente la brutalidad de la crisis que viene.Para ver si el sur sigue pagando a base de deuda. Sea como fuere, ni lo sucedido en Hungría augura un panorama luminoso, ni tampoco el auge de la extrema derecha permite pensar en una dócil refundación de la democracia desde perspectivas radicales. Esto es, desde la justicia social y la redistribución de la riqueza. Y eso que sería lo más lógico después de una pandemia de las dimensiones que estamos padeciendo. Por otros lugares suenan cantos de sirena de New Deal y Plan Marshall, de presupuestos «para la reconstrucción» -el enfoque bélico aparece hasta en las soluciones-.

El aire se encuentra viciado por la pandemia y el autoritarismo: «El anhelo general por el Orden invitará a muchas porfiadas personas inflexibles a imponerlo» -como dijo, de nuevo, un poeta canadiense algo preocupado-. Lo cierto es que aunque el confinamiento nos limite, aunque vivamos en medio de un asedio -material y subjetivo- lo único que podrá sacarnos de este atolladero será el apoyo mutuo y aquello que podamos construir en común. Palabra con palabra, mensaje a mensaje, videollamada a videollamada, deseo a deseo, cuerpo con cuerpo. El coronavirus está cumpliendo en el siglo XXI el papel de aquella vieja maldición china que rezaba: «Ojalá te toque vivir en tiempos interesantes». Sólo podremos librarnos de esa maldición poniendo por delante el cuidado colectivo, el poder popular y la solidaridad. Haciendo que ese contrapoder que ahora duerme en los hogares despierte, y haga valer el derecho a la vida frente a cualquier recorte de derechos y libertades.

Mario Espinoza Pino

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