Dudo que alguien pueda olvidar 2020. De golpe y sin avisar, este año lo ha cambiado todo. Quienes lo hemos vivido lo recordaremos siempre como una suerte de parteaguas: una línea divisoria que dejará una marca indeleble en nuestra memoria personal y colectiva. El tiempo que alteró violentamente nuestras vidas, que zarandeó nuestros pequeños relatos particulares y sacudió las certezas más básicas de nuestra vida en común. Un momento radical por todos los cambios súbitos que nos ha obligado a afrontar. Tan extremo que su violencia puede medirse en cifras de fallecidos a lo largo y ancho del mundo. Y cuyo dolor, difícil de inventariar en cualquier listado, seguirá como una sombra a quienes han perdido a alguien en este año que se cierra. Y, por desgracia, se trata de una multitud inmensa.
Lo cierto es que no resulta fácil tomar la palabra en este fin de año. Sucede un poco aquello que experimentaba César Vallejo en su poema Intensidad y altura: «Quiero escribir, pero me sale espuma, quiero decir muchísimo y me atollo; no hay cifra hablada que no sea suma, no hay pirámide escrita, sin cogollo«. Habría mucho que decir y encontrar el tono adecuado es complicado. Sobre todo ahora, cuando al echar la vista atrás se nos agolpan las vivencias, las pérdidas, los balances ambivalentes, los duelos, los sinsabores y los aprendizajes -muchas veces tremendamente costosos-. Si hemos tenido fortuna, algunas certezas, alegrías y varias personas nos habrán acompañado en medio de lo gris, como una suerte de comunidad a caballo entre lo físico y lo virtual -colectivos, familia, amistades, amores-. Un paisaje más o menos seguro, un oasis en medio de la precariedad y esa persistente sensación de irrealidad y soledad.
La pandemia nos ha forzado a inventar o reinventar esa comunidad y las relaciones que hasta marzo parecían sólidas. Probablemente hayamos aprendido mucho en el proceso, pero también acusamos el desgaste psíquico de no poder tocarnos, abrazarnos y vernos como quisiéramos. Y es que hemos tenido que procurarnos un refugio desde la incertidumbre, urdir una trama de cuidados con otras y otros luchando día a día, desde distintos lugares, desde diferentes situaciones -algunas verdaderamente desesperadas- y sosteniendo un clima de melancolía creciente. Una sombra depresiva que no ha dejado de atravesar nuestros cuerpos durante los últimos meses. De hecho, esta atmósfera de fatiga o cansancio se ha hecho cada vez más patente, íntimamente ligada con la volatilidad del momento y varios meses de restricciones. Y es que la «nueva normalidad», con sus limitaciones y temores pandémicos, no es más que un sucedáneo limitado de la vieja.
Pienso que no deberíamos entender esta melancolía como algo privado, algo susceptible de ser abordado sin más de manera particular e individualizada. No hay duda de que las terapias personales ayudan, pero me parece que hay algo netamente social en la melancolía que nos atenaza, pues no deja de ser consecuencia del shock y el trauma colectivo provocado por la pandemia y su forma de afrontarla por la gubernamentalidad neoliberal. Además del virus y las restricciones, creo que la sublimación de nuestra actividad y deseo en las redes -un vértigo difícil de digerir- también forma parte del cuadro melancólico generalizado. Ante la falta de certezas y el anhelo de referencias simbólicas fuertes que ofreciesen algo de seguridad, por las redes sociales ha terminando circulando de todo: conspiraciones planetarias con nombres y apellidos, panegíricos a la responsabilidad individual, discursos de odio cada vez más confrontativos y también algunas tentativas críticas arraigadas a espacios organizados o visiones del mundo emancipadoras. No hay duda de que la economía de la atención, la inmediatez y la simplificación de los mensajes en la red han ayudado bien poco a la discusión, de manera que la esfera pública on line no ha dejado de traducir una correlación de debilidades dentro del ámbito de la izquierda y los discursos transformadores.
Por otro lado, en tiempos de incertidumbre y vulnerabilidad, hemos podido ver a parte de la izquierda y el feminismo replegándose hacia ideas sobre la clase social o el género esencialistas, excluyentes y polarizadoras. Identidades puras e impermeables. No voy a detenerme mucho en ello, aunque creo que forman parte de una nostalgia anclada en la melancolía pandémica y del frenesí de las redes. Por un lado, se mira hacia atrás intentando revitalizar un versión homogénea de “la clase trabajadora”, masculina, blanca y patriótica: una postal desvaída del fordismo. Por otro lado, se niega la realidad de la diversidad sexual para devolverla a una biología binaria, deslegitimando las apuestas queer y las vidas trans. No es casual que estas posiciones se aproximen a la extrema derecha. Por mi parte, entiendo esta ola reaccionaria como una especie de blindaje ante una realidad cada vez más compleja, diversa y desafiante, que en lugar de ser afrontada, es repudiada. Y dicho repudio pasa por no reconocerla y por sobreimponerle un orden conservador a través a discursos «fuertes», buscando así suturar la desorientación propia. Sin embargo, dichos discursos no aportan nada las luchas sociales reales. Siendo violentos críticos de la posmodernidad, se encuentran anclados a la «moda nostálgica» tan característica de la misma.
Groso modo, considero que las teorías de la conspiración y el negacionismo responden a un repudio de la realidad homologable al de las posiciones descritas, pero no tanto en relación con las identidades, sino con la dificultad de aprehender la complejidad y elaborar una cartografía cognitiva de la misma -una complejidad que nos desborda individualmente-. Dichas teorías siempre tienden a la simplificación de los contextos económicos, sociales, políticos y sistémicos, a postular la fuerza del grupúsculo en la sombra como causa última de sus explicaciones -ya sea por medio de su afirmación explícita, ya sea sembrando sospechas ambivalentes o desplegando informaciones sesgadas-. No deja de sorprenderme, y no es una sorpresa retórica, que cierta parte de la izquierda se haya sumado a este tipo de teorías. Tanto por la cantidad de pruebas empíricas disponibles, como por lo estéril en la práctica de dichas posiciones. Sabemos de sobra que la extrema derecha comparte y difunde buena parte de esas teorías fake news mediante. Y desde el principio de la pandemia.
Por supuesto que se puede y se debe criticar los efectos de la gubernamentalidad neoliberal, los excesos policiales, los problemas que ocasionan las actuales de las restricciones, el aumento del racismo, la miseria y la ausencia de un verdadero plan de salvamento social frente al virus por parte del gobierno. Por mucho gobierno progresista que presida el poder Ejecutivo. Pero negar la realidad de la pandemia o postular un plan oculto dudo que vaya a llevar a ninguna transformación social en términos de emancipación colectiva. Por mi parte, con tres hermanos enfermeros trabajando a destajo durante lo peor del Covid en Madrid, y tras escuchar sus análisis, testimonios y los de sus compañeros, entenderán también que considere que este tipo de posiciones adolecen de empatía frente a quienes se han llevado lo peor de la peste neoliberal. Creo que, entre otras cosas, la distancia que permite la red y la búsqueda de una certeza fuerte, aunque sea a la contra, han influido en esta toma de posiciones reactivas en la infoesfera de la izquierda. Cabría decir muchas más cosas, pero prefiero dejarlo aquí.
Regresando a la cuestión de la melancolía, no hay duda de que esta tiene su origen en causas sociales y materiales. Hemos visto el aumento de la desigualdad, el desempleo, la violencia racista y el empobrecimiento colectivo con la parálisis de la sociedad. Con una Sanidad Pública menoscabada y un personal sanitario extenuado, la pandemia ha desvelado todas las grietas de la sociedad de golpe, pero sobre todo las de la administración neoliberal de la misma. Con una renta básica, la paralización real de los desahucios, un descenso regulado y sustancial de los alquileres, el aumento de la carga fiscal a las grandes fortunas y procesos de regularización para las trabajadoras migrantes -que han dado lo mejor de sí en la pandemia y sin derechos básicos-, probablemente este clima depresivo lo sería muchísimo menos. Sin embargo no es ese el contexto, y las medidas del gobierno han sido tremendamente tibias en lo que compete a los presupuestos y a los decretos de emergencia para paliar la situación social. Un neoliberalismo apenas compasivo sobre el que planea la sombra de la deuda y los recortes -pensemos en las pensiones-. Pensemos también en las políticas migratorias del Estado: su necropolítica que se ha cobrado unas 2.200 vidas en 2020. Las instituciones no han estado a la altura de la crisis, y han cargado la mayoría del peso sobre las clases populares. Pero la causa de todo sigue estando en el capitalismo y su espiral de depredación: está tanto en el origen de la pandemia -los procesos de zoonosis provocados por la agroindustria- como en la desigualdad que genera a la hora de afrontarla.
Sostenía más arriba que nuestra melancolía es profundamente social. Puede explicarse por la virtualización de la vida, la ausencia de contactos, la carencia de novedades en la vida cotidiana y la monotonía y linealidad del tiempo pandémico -anclado en las causas materiales aludidas hace un momento-. De manera que su resolución será también de orden social y colectivo. Pasará por seguir urdiendo comunidades, trabando vínculos rebeldes, presionando a las instituciones por medidas realmente eficaces y, sobre todo, pasará por superar nuestro estado de atomización en apuestas colectivas verdaderamente antagonistas. Lo mejor que nos puede pasar en 2021 es recuperar parte del espíritu de lo que sucedió hace 10 años en el 15M, dejarnos atravesar por su clinamen: construir entre todas y todos, en medio de la pandemia, una inteligencia y un cuerpo colectivo potentes, con todos los aprendizajes de una fase que bullía de creatividad política y deseo de cambio. Ahora sabemos mucho más de lo que sabíamos hace una década -para bien y para mal-
Creo que para salir de un tiempo suspendido, esta suerte de impás en el que nos encontramos, hace falta renovar cierta pulsión utópica, el impulso por un relato otro que nos lleve más allá de la vieja y de la nueva normalidad que ahora padecemos. Ese relato sigue con nosotros, en todos los movimientos y alternativas al capitalismo, aunque adormecido por la melancolía. Acabar con el realismo capitalista que se nos impone y atrevernos a soñar, a hacer y a crear con los demás -incluso con restricciones o confinamientos- se revela como algo fundamental. Nos va la vida en ello. Para terminar, y para empezar el 2021, nada mejor que recordar a la escritora de Ciencia Ficción Ursula K. Le Guin y el discurso que dio en 2014 en los National Book Awards:
Vivimos en el capitalismo. Su poder parece inexorable. También lo parecía el derecho divino de los reyes. Todo poder humano puede resistirse y cambiarse por seres humanos. La resistencia y el cambio muchas veces empiezan con el arte, y muy a menudo con nuestro arte, el arte de las palabras.
A las palabras deben sucederle acciones; a las acciones, encuentros; a los encuentros, vínculos. Y a los vínculos, comunidad. Lucha. Un archipiélago de esperanza. Sólo en común podremos salir de esta peste neoliberal, y sólo así podremos abatir la melancolía que nos rodea.
Mario Espinoza Pino
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