El arte de la cocina (I)

Aprendí casi todo lo que sé de mi madre y de mi abuela,
entre los cazos y las tazas del desayuno.

La cocina de gas y el café hirviendo:

era temprano y había que ir a la escuela
pasar por los rituales de la clase media
aprenderse las tablas
domar a las fieras.

Siempre contado a tientas y con la boca pequeña,
irrumpía el pasado, como un manojo de alegrías y silencios,
entre plazas de Carabanchel, retazos de Salamanca,
y patios de geranios, gitanillas y claveles
de Aguilar de la Frontera.

Un pasado que nunca se atrevió a nombrar el espanto
a pleno pulmón.

Me crie con el relato de los vencedores sobre el de los vencidos:
la historia oficial, nada secreta. La épica del desarrollismo,
con sus hitos, sus nombres y momentos. Con la farsa de una conciliación
sembrada de cadáveres, e incluso el respeto temeroso a las figuras con bigote.

Pero por debajo latían otras voces,
otras palabras se enunciaban en medio de la discreción y la prudencia.
Y casi sin querer, sombreaban los rostros de la barbarie:
aquel estudiante detenido, los primos de Salamanca en medio de la noche,
aquel carnicero de Valle de Oro.

Incongruencias que los niños ven con claridad en los adultos.

Pero no sólo aquel dolor sin nombre
disolvía la impostada amabilidad de la memoria:

también un sentimiento de justicia por venir
y una sencilla desconfianza en el poder. Enigmas de un extraño anhelo.

Mi padre pasaba a veces por allí, siempre atareado,
llenaba las conversaciones con los Andes y carreras delante de los grises.
Eran recuerdos de juventud bohemia, convertidos ahora casi en conformismo.
Pero él no era blanco. No era de aquí. Era una grieta: un impulso de libertad
siempre matizado por su (imposible) deseo de pertenencia.

Aquel pasado nunca pudo cerrarse sobre sí, y logró tal vez
un efecto inesperado. A pesar del desasosiego de mi abuela,
se sirvieron sobre el mantel las herramientas
para construir otras miradas, otros mundos: por debajo,
desde insospechadas latitudes,
se plantaron voces y semillas
para que nuevas palabras germinasen
y se correspondiesen con los actos,
y llamasen, por fin, a las cosas por su nombre.

Mario Espinoza Pino

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