Es bello ser comunista,
aunque cause muchos dolores de cabeza.
Roque Dalton
Las navidades siempre vuelven. Son como un boomerang: uno las arroja lejos una vez al año -a veces con todas sus fuerzas-, para recuperarlas puntuales e inflexibles al año siguiente. Y siempre regresan igual: repletas de luces, consumo, villancicos, bullicio, polvorones, cenas copiosas y celebraciones. La navidad es una época difícil por muchos motivos. Se trata de un ritual colectivo plagado de ambivalencias, nostalgias y deseos de reencuentro. Uno de esos momentos en los que la dimensión social del rito se trenza con lo íntimo, haciéndonos oscilar como un péndulo emocional. No son extrañas la ansiedad y las depresiones en estas fechas. Y es que la añoranza y los mandatos sociales para ser feliz no son buenos compañeros. Algunos lo llaman blues de la navidad, otros simplemente melancolía.
Para muchas personas es un momento de retorno a la familia, un espacio lleno de afecto, cuidado, frustraciones, neurosis y problemas no resueltos. De ahí que esta aventura estacional pueda desembocar en escenarios muy distintos: desde los más idílicos, donde se llega a compartir alegría y calor humano, hasta los más desastrosos, en los que la gente da un portazo, se pelea abiertamente o no tiene más remedio que fingir para evitar algo peor que un conflicto. emborracharse y pasar del tema también es una opción -aunque puede empeorar las cosas-. Lo habitual es que nos situemos en algún lugar intermedio de la escala de grises entre el fiasco y la postal hogareña. En esa mezcla de opuestos tan típicamente «familiar» y conocida.
Más allá de la sexta ola, que ha vuelto a introducir un principio de cautela más explícito en las reuniones, la pandemia no ha cambiado en exceso algunas de nuestras costumbres navideñas. Ni siquiera el consumismo desaforado. De hecho, según algunas encuestas, las expectativas de consumo han salido reforzadas este año. Ya es triste que los diarios reflejen nuestro aparente «optimismo» en esos indicadores y no en otros. Aunque después de lo vivido en esta época de restricciones y confinamientos, la respuesta consumista resulta bastante lógica: a vivir y comprar que son dos días. Que algo así sea comprensible no deja de ser preocupante dadas las circunstancias. En fin, el espíritu de la navidad y el de la sociedad de consumo son almas gemelas desde que uno tiene uso de razón.
No obstante, el que aquí escribe no es ningún Grinch y gusta de estas fechas señaladas. Sobre todo por los reencuentros -presenciales y virtuales-, y porque se lleva bien con su familia más próxima -lo que no es poco hoy día-. «Llevarse bien» en navidad es todo un proceso plagado de sediciones en los diálogos, silencios incómodos, incursiones bélicas en el territorio ideológico del enemigo y hasta de sonados armisticios verbales. Acuerdos que, al menos tratándose de mi familia, nunca llegarán a paz perpetua (y menos mal). En cierto sentido, las navidades representan para mí una especie de test de madurez a la hora de establecer un diálogo y no perder los nervios. Y es que cuesta mucho más hablar con la familia que con amistades o personas desconocidas de ciertos temas. Se nos cruzan demasiadas cosas.
Por un lado, no dejamos de dialogar con personas con las que tenemos un vínculo extremadamente denso, individuos que, además, han desempeñado el rol de modelos para nosotros -o a la inversa-. Los dilemas del reconocimiento, la transgresión, las frustraciones o la afirmación de la propia autonomía -muchas veces una forma de indirecta de querer ser reconocido- se ponen sobre la mesa. En mi caso, a estos escollos habituales hemos de agregarle dos más: la verborragia, un mal enraizado en el carácter y acrecentado por el género y la profesión -tal vez se trate de un mal del filósofo, ese animal que opina de todo-. El segundo es una especie de leninismo navideño: a veces uno confunde las cenas de nochebuena y fin de año con una oportunidad más para la organización de las masas o un congreso de la komintern. Así las cosas, los resultados son siempre, como poco, problemáticos. Aunque esta vez ha sido bastante diferente. Quizá por los dos años consecutivos de pandemia y porque -a pesar del distanciamiento físico- nos hemos expuesto más los unos a las otras desde la vulnerabilidad.
Conversaciones recurrentes
En una casa en la que la mayoría de las profesiones son sanitarias, los problemas generados por la sexta ola han sido el telón de fondo de las reuniones. Sin duda, estas cuestiones habrán planeado sobre las cenas y conversaciones de la mayoría, pues es algo que afecta a todo el mundo. Pero en nuestros encuentros familiares estos temas tienen un peso especial. Mis hermanos y cuñadas trabajan en la Sanidad Pública, son enfermeras y enfermeros, y llevan viviendo los efectos de la COVID-19 desde marzo de 2020. Hay en sus caras una expresión que bascula entre el hartazgo y la preocupación. Además de una profesionalidad de años, sobre todo poseen un estoicismo casi a prueba de balas. Aunque no siempre se puede mantener la compostura.
Como, por ejemplo, cuando Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, proclamaba a los cuatro vientos que los problemas de la sanidad pública madrileña se deben al «boicot» del personal sanitario. Una maniobra más de distracción sobre su pésima gestión y un ataque redoblado contra la sanidad de todas y todos. Otra mentira más, como sus denuncias llenas de falsedades sobre supuestos robos en el flamante Hospital Zendal -un pelotazo inmobiliario hinchado de sobrecostes-. Lo normal es rasgarse las vestiduras ante tanta incompetencia, como ante la meditada destrucción de la sanidad pública llevada a cabo por el Partido Popular en Madrid. Pues ya lo que faltaba es culpar del caos sanitario a quienes se han dejado jornadas enteras de trabajo y hasta la propia vida tratando de frenar esta pandemia.
Mi hermano mayor, que tiene una larga experiencia en la sanidad madrileña, nos comentaba que durante los últimos 30 años había sido testigo del proceso de degradación de todo el sistema sanitario de Madrid -desde los hospitales a los centros de salud-. El aguirrismo se caracterizó en educación y en la sanidad pública por introducir la iniciativa privada como norma: en el primer caso con su desastroso bilingüismo y la concesión de privilegios a la escuela concertada, en el segundo caso con los partenariados público-privados en los hospitales, un formato de gestión que no ha dejado de suponer un desagüe económico de recursos para lo público. Por no hablar del peor servicio que prestan al entrar en conflicto las lógica del beneficio con la del cuidado -su resultado es precariedad, multiplicación de pruebas sin sentido terapéutico y diagnósticos apresurados-.
Juntos recordamos brevemente cómo en 2013 la Marea Blanca -aquella unión de profesionales, usuarios y sindicatos sanitarios-, tras meses de movilizaciones, consiguió que la justicia le diera la razón, logrando paralizar la iniciativa privatizadora de Javier Fernández Lasquetty. El entonces Consejero de Sanidad ha sido hoy ascendido por Ayuso a Consejero de Economía, Hacienda y Empleo de la Comunidad de Madrid. No olvidemos que el PP lleva gobernando la Comunidad de Madrid desde 1995. Se dice pronto. Distintos mascarones de proa, como Ayuso, pero los mismos rostros y prácticas fraudulentas por detrás. Una de mis cuñadas recordó cómo aquella paralización judicial no frenó la privatización del todo, y desde aquel momento fueron «troceándose» (externalizándose) servicios en los hospitales para que los gestionasen empresas. Una estrategia de privatización encubierta que no ha hecho más que empeorar la calidad.
Mi hermano pequeño fue taxativo cuando hablamos de ómicron, la sexta ola y de las «molestias» que causa la mascarilla a la gente: «ponerte una mascarilla no es ninguna molestia, lo que es una verdadera molestia es estar intubado y hospitalizado, temiendo por tu vida». Hay gente que la máxima opresión que debe haber experimentado en su vida es la de ponerse una mascarilla, tal vez no son conscientes de su privilegio, tampoco de lo poco solidaria que es su pretendida «libertad» con los demás. En cualquier caso, el problema de fondo es la destrucción de una Atención Primaria que hubiese sido fundamental en esta pandemia, su saturación proviene de la desinversión y los ataques a la misma, y lo que Ayuso busca conseguir al final es confrontar usuarios con trabajadores, justo lo contrario de lo que consiguió la Marea Blanca con su cooperación colectiva. Divide, deja de luchar por lo público, pásate a la privada y vencerás.
La política y el mitin que no fue
Tras el día de nochebuena, la mañana de navidad fue muy diferente a otras. Dormí en la casa de mis padres, prolongando el descanso más allá de las once de la mañana. Mi madre se había levantado un poco más temprano, comenzando con los preparativos de la comida, al final llegó mi padre y pudimos encontrarnos los tres en la cocina y conversar. Hablamos sobre el origen del virus, las teorías de la conspiración y el papel de los medios de comunicación en la pandemia. Tras un ligero forcejeo verbal, tratando de explicar porque unas hipótesis son más plausibles que otras -en este caso la infección vía zoonosis -, la cuestión de los medios centró nuestra atención. Hablamos de lo difícil que era sostener una opinión razonada en la televisión, y de lo lejos que están los procedimientos de explicación científica de las conversaciones de la gente. Los medios generalistas son incapaces de reconstruir marcos, contextos o perspectivas sobre la realidad, confundiendo noticias con opiniones cada vez más sensacionalistas. Es normal que la esfera pública tienda a polarizarse.
Hablando de opiniones y desacuerdos, expresé mi malestar por la consolidación de la extrema derecha en Europa, y comenté cómo su forma de violentar a los adversarios políticos y minorías formaba parte del fondo de la situación polarizada que vivíamos. Una situación que inhibe los discursos racionales y bloquea las conversaciones. Mi madre, que tiende a ser muy aristotélica a su manera -la virtud siempre está en el centro-, culpaba en parte también a las izquierdas, algo que yo -como supondrán- no podía aceptar sin más. Mi pequeño mitin, que no fue tal, porque se construyó como diálogo, consistió en demostrar lo democráticas y constitucionales que son las propuestas de Unidas Podemos y cómo a VOX, sin embargo, los medios les permiten todo: estigmatizar a la población migrante, hacer gala de racismo y deslegitimar la lucha por los derechos de las mujeres.
Mis desacuerdos con UP, partido del que he formado parte en Madrid, creo que son bastante conocidos en materia de democracia interna, organización y radicalidad política. No obstante, me pareció oportuno ponerles ante el caso del chalet de Pablo Iglesias, su reacción ante el acoso sufrido y el retrato que hicieron los medios de masas -que prácticamente lo justificaron y normalizaron-. Al cabo de unos meses, tanto mi padre como mi madre vieron lo injusto y excesivo de la situación -hasta ahora la asumían-. Muy difícilmente algo así se hubiese permitido con un político de derechas, y en tal caso este hubiera hecho bandera política hasta las heces de su situación -amplificada por todos los medios-. En este caso no sucedió nada parecido. Lo importante es que, fuera de un marco polarizado, pudimos opinar de manera más sosegada y razonable, inhibiendo la tentación de posicionarnos más emotivamente que de manera reflexiva (la reflexión también es emotiva, pero permite dejar fluir los argumentos y atender a su contenido).
Así que al final, más que mitin, hubo conversación a tres: no elevé demasiado el tono ni tampoco hice aspavientos. Todos acordamos que lo que nos convenían eran formaciones políticas que defendieran lo público. A mis padres el caso de Unidas Podemos e Iglesias les pareció una oportunidad perdida. Yo les expliqué que, generacionalmente, me sentía parcialmente responsable de aquel fracaso, aunque no tuviese yo mucho poder para hacer que las cosas hubiesen sido de otro modo. Los partidos cesaristas son insufribles, las ambiciones desmedidas de algunos individuos también. La cultura de guerra interna en Podemos, de la que Iglesias y Errejón fueron dos de los grandes responsables -aunque no únicos-, dividió un colectivo en facciones en tensión constante. Y la verdad es que, ya dentro de una corriente política -sea la que sea-, nos resulta más fácil ver la paja en el ojo ajeno que en el propio. Por otro lado, parece que todavía se nos da mal (tirando a fatal) eso de elaborar autocríticas. Pero tiempo habrá.
Vasos medio llenos y medio vacíos
Me quedé satisfecho con la conversación que mantuve con mis padres: no hubo estrés, no quise convencerlos ni tampoco abrasarlos discursivamente. Quizá esté madurando o se trate del agotamiento pandémico -quién sabe-. Y hablando de madurez, uno no sabe si opinar sobre la reforma laboral y otras iniciativas del «gobierno de progreso» a estas alturas, ya que quizá pueda resultar como un comentario fuera de lugar en una cena de nochebuena. Pero, en fin, como padecemos verborragia -somos un poco bocazas- ahí va . Antes de decir nada, me gustaría señalar que uno de los comentarios más profundos que he leído sobre el contexto en el que se ha producido la reforma laboral es el de mi amigo José Luis Moreno Pestaña, que reconstruye la «correlación de fuerzas» a partir de la que se ha desarrollado el acuerdo entre patronal, gobierno y sindicatos.
Sus notas, que suscribo en buena medida, no se detienen en el articulado de la reforma, sino que tratan de matizar y situar la coyuntura: extremismo del discurso de unas derechas sobremovilizadas -hasta considerar ilegítimo el gobierno-, las burlas y el desprestigio mediático de Yolanda Díaz y la importancia del sindicalismo tras las debilidades de un ciclo como el del 15M, que no ha sabido construir estrategias sindicales homologables a las clásicas. Hay más apuntes valiosos en sus comentarios que dan cuenta tanto de la neoliberalización subjetiva que padecemos como de la importancia de una olvidada «mano izquierda» del Estado para frenar el sentido común derechista -todo un sector sociocultural enterrado por la polarización de la esfera pública-. Creo que este contexto es importante para poder juzgar una reforma laboral y otras medidas -como la Ley de Vivienda- de las que solemos ver el vaso medio lleno o medio vacío. Por mi parte, creo la reforma laboral ha estado condicionada por las ayudas europeas -había que arreglar el problema de la temporalidad para recibir los fondos Next Generation- y continúa la senda neoliberal en la que estamos embarcados (el visto bueno de la CEOE da algunas pistas).
Desde UP nos prometieron una derogación de la reforma laboral del Partido Popular, y la verdad es que el texto final poco tiene que ver con una derogación. Son muy recomendables los comentarios de José Manuel Muñoz Póliz, Secretario General de CGT sobre la reforma. Por ejemplo, no hay duda de que es un éxito la desaparición del contrato por obra y servicio, que ha dado lugar a todo tipo de tropelías, así como también los compromisos firmes para reducir la temporalidad en la negociación colectiva, pero hay cuestiones fundamentales que no se han tocado. Como, por ejemplo, las subcontrataciones, que afectan a los trabajadores y trabajadoras más precarios -se conserva el convenio de la subcontrata en lugar del de la empresa externalizadora del servicio-. Por otro lado, los sindicatos territoriales (ELA o CIG) han hablado de traición por no tocar la cuestión de los despidos: además de bastante barato, seguirá siendo sencillo despedir para las empresas. En la mayoría de las cosas la vida sigue igual.
Se nos prometió también una Ley de Vivienda, y el PSOE y hasta UP dieron la espalda a los movimientos por el derecho a la vivienda, sacando adelante una Ley pobre y deficitaria. Desde el maketing político, UP ha considerado «histórica» su ley, pero realmente solo abre la posibilidad de una tibia regulación de los alquileres. Una regulación poco vinculante, ya que quedará al arbitrio de las autonomías y no parece que vaya a implementarse de manera sistemática para disciplinar el mercado inmobiliario. Por tanto, ni se ha conseguido una regulación del mercado del alquiler, ni el fin de los desahucios sin alternativa habitacional ni siquiera medidas que impulsen el desarrollo un parque público de vivienda -recordemos que el parque público en España es el menor de Europa, un 1’6% del total-. No parece que la Ley vaya a comprometerse firmemente tampoco con la movilización de la vivienda vacía, algo que sería muy útil dada la infrautilización del parque. Sin duda, el derecho a la vivienda ha salido mucho peor parado que los derechos laborales.
Así las cosas, y teniendo en cuenta el contexto en el que estamos inmersos -pandemia y desmovilización mediante-, uno podría tener cierta tentación pragmática en política y considerar un éxito la reforma laboral de Yolanda Díaz con los mimbres que tenemos. Lo de la Ley de Vivienda ya resulta mucho más difícil de tragar, hace falta más fe. En mi caso, que no soy pragmático en política, pero cada vez me decanto más hacia el «reformismo radical» -por decir algo-, creo que la reforma laboral es un éxito para el liderazgo político de Díaz, algo bastante tibio para las trabajadoras y los trabajadores, y un fracaso político para el hemisferio de la izquierda. Todo a la vez. Lo primero es obvio; Díaz se consolidará como figura de consenso de una izquierda moderada, tratando de atraer a su frente amplio los restos de un ciclo político y los aparatos de la izquierda. De lo segundo ya hemos hablado. Y lo tercero creo que también roza la obviedad: no ha habido derogación alguna y los puntos fuertes y más neoliberales de las reformas previas no se han tocado.
A quienes queremos no sólo interpretar el mundo, sino también transformarlo -como dijo un barbudo del XIX- nos esperan muchos retos el año que viene. No está de más darle una vuelta a esa cuestión de la que llevamos huyendo años, el problema de la organización y el problema del partido, pero también poner en práctica los aprendizajes de esta última década. Tal vez así las reformas y cambios venideros sean distintos. Nos hace falta en buena medida recuperar una voz común. Y es que es más fácil desunir lo que una vez estuvo unido, que construir vínculos duraderos en la casa de las izquierdas y las luchas sociales. Encore un effort, camaradas.
Mario Espinoza Pino
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