El otoño reverbera…

El otoño reverbera con las campanas del domingo.

Y estrella su cola contra el suelo, dejando un rastro amarillento y dulce sobre la piel del aire. Sus colores se esparcen azarosos, abatidos por una antigua ley que hunde las palabras en el sueño. Sus hojas son signos, huellas de una verdad incierta que agita su pañuelo en cada esquina, como si quisiera que alguien encontrara su secreto: el sentido de sus arrebatos de barro y aguacero, el beso crepitante de una luz amasada con manos de bronce -un fuego casi pálido que late-. Pero hay algo más hondo. Una senda que serpentea en lo profundo y reclama una certeza primera: granate, amarillo, marrón y dorado machacados en el limo, ceniza de la vida y savia de todo porvenir. ¿Quién beberá el agua turbia de un tiempo que se agota y se abrasará bajo el borde encendido de los cielos? ¿Quién se coronará de uvas y aplastará sobre su boca la ebriedad que anega la tierra? ¿Dónde yaceremos juntos para sofocar las fiebres del cuerpo y su insistente demanda–su jadeo-? Encontraremos el lugar. Y los restos del festín se pudrirán sobre los campos para abonar la cosecha: serán memoria antes que flor. Y antes aún presagio de un tiempo nacido de todo lo que ha sido negado y olvidado, triturado por las fauces de la historia. De aquellos huesos nacerán libres las voces y libre el mediodía.

Así habla el corazón de arcilla del otoño.



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