El fantasma de tu olor, lejos de tu presencia.
Muy lejos, pero cerca de las calles que te vieron nacer. Crecer como los álamos que rodean la fuente del Campo de San Francisco, venidos de otro tiempo a esta mañana, pura como el frío. Doblada por el reflejo solar sobre la piedra franca y el espectro de tus manos –sencillas, tibias– cerradas sobre las mías. Como quien atrapa la vida de una vez y no quiere soltarla. Y se detiene en acariciar unos dedos más jóvenes, colmados del futuro que falta. Así, entre las brasas del presente, te resarcías del calor robado por los años y recobrabas el hilo del amor, urdiendo con destreza su materia. Quedó el eco del tacto, su reverberación sobre la piel, y dentro, como ondas que agitan la superficie de la sangre, el tañido de tu voz. Y ahora esta fragancia que aparece de repente, que irrumpe con su imagen –mano sobre mano–, te trae aquí, a tu lugar de nacimiento, como si con ese aroma familiar quisieras darnos la bienvenida, enhebrando una vez más tu cuidado a nuestros pasos.
¿Acaso era tu sombra la que nos acompañaba por la antigua huerta? Aquel lugar en que los niños molestaban al viejo sabio de Bilbao, haciéndole pagar con infancia y travesura su adusto carácter y contradictorio pensamiento. Allí debía morar tu risa, en algún mediodía republicano, correteando entre los arbustos y las fuentes. Aún no habían llegado las águilas asolando la tierra y sembrándola de muerte, cruces y silencios.
Todavía me pregunto cómo lograste franquear los muros de la ausencia. ¿Desde dónde nos regalaste aquel abrazo, el olor de tus tardes, tu huella inalterable? De algún modo sigues aquí, prendida de las calles de tu ciudad, como una flor que la memoria hace brotar sobre los muros. Esa cálida luz que habita la piedra y te evoca perdurable más allá del olvido.
Mario Espinoza Pino
Reflexiones & Sediciones 
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