Tu dijiste “quiero saborear el infinito”
Yo dije “La frescura de las manzanas matutinas revelan
secretos insondables”
Mão Morta, Tu disseste
Sólo en el silencio la palabra,
sólo en la oscuridad la luz,
sólo en la muerte la vida;
el vuelo del halcón
brilla en el cielo vacío.
Ursula K. Le Guin, Un mago de terramar
Hay gente que piensa que narrar es un don. Un talento. Como navegar con destreza o ser buen cocinero –algo que requiere de oficio, cuidado y buenos recursos–. Y tal vez lo sea. Pero si así lo fuese, este don se asentaría sobre lo más común y lo más básico que tenemos, aquello que no dejamos de utilizar hasta la muerte: las palabras. Ellas siempre nos preceden, gastadas y manoseadas como viejas monedas. Y es que cuando nacemos al mundo siempre lo hacemos envueltas y envueltos en relatos. Nombres, adjetivos, sentencias y verbos nos esperan, vibrando en el aire mucho antes de que seamos capaces de articularlos. Podríamos decir que al tiempo que nos acogen en su seno, nosotros también las acogemos, y al hacerlo el mundo que nos rodea se carga de sentido y de una profundidad asombrosa.
Al principio probablemente no nos percatemos de lo que pasa, pues todo sucede como si hubiésemos habitado siempre ya el medio de la palabra. Porque ¿Cómo remontarnos a la primera palabra que pronunciamos? ¿Podemos hacer memoria del primer eslabón de esa extensísima cadena narrativa que nos lleva al origen? Es imposible estar seguros. Conocemos nuestras primeras palabras siempre por terceros –son las otras y los otros quienes certifican nuestros torpes balbuceos en la lengua–. Y eso en cuanto a las palabras que pronunciamos en público. Aquellas voces primitivas que proferimos en nuestro interior –secretas y enigmáticas– se pierden en una marea de estímulos y sensaciones difícilmente descifrable.
En cuanto a la narración, los terceros son fundamentales. Son ellos los que nos transmiten un mundo con cada palabra, con cada significado y cada expresión. Incluso la cadencia de su voz cuenta. De hecho, esa cadencia narrativa al final lo es todo: es ella la que da sabor a las palabras, tiñéndolas de color y dibujando, casi táctil, la forma que evocan. También su fragancia y su sonido. Todo ello viene a nosotros a través de esos ritmos, de los carraspeos del narrador, de la respiración, el timbre y las modulaciones de la voz que cuenta la historia. Que además no es cualquier historia, pues se trata de un relato particular –justamente ese– de entre una miríada de relatos que flotan en el espacio y el tiempo humanos. Y esa narración nos alumbra un camino: dejará sus semillas en nuestra imaginación, prefigurando otras imágenes e historias por venir.
Nuestros primeros relatos solemos aprenderlos en la cama, justo antes de dormir, y casi siempre en forma de cuento –sea este leído o inventado–. Los padres y las madres suelen ser los guardianes de nuestros sueños: comienzan la narración, hilvanan las frases y estudian nuestro rostro; comprueban cómo la trama y los personajes van calando poco a poco sobre nuestros párpados. Entonces escrutan los signos del sopor en nuestra respiración, cada vez más sosegada, y después de un lapso de tiempo prudencial, levantan acta. Estamos profundamente dormidos. Inmersos en las regiones más lejanas y distantes de algún paraje onírico, lo último que escuchamos es el eco menguante de su voz. Esta secuencia familiar se repetirá muchas veces, y todo este vaivén de palabras que tiene lugar entre la lengua, los sueños y la imaginación penetra “no ya en el hoy, sino directamente en la memoria” –que diría José Ángel Valente–.
Al principio somos como un receptáculo que recolecta el agua de las lluvias –agua de cualquier naturaleza y procedencia–, pero en realidad nuestro recipiente está destinado a desbordarse. Ello sucede cuando por fin nos decidimos a contar o seguir contando aquello que una vez nos narraron. Por supuesto, el fruto de nuestra voz será distinto. Su peculiar alquimia se deberá a la mezcla de los materiales de los que dispongamos en nuestro interior. Precisamente por ello, nunca podremos reproducir los relatos que una vez escuchamos con total fidelidad. Casi inconscientemente introduciremos variaciones, tergiversaremos en cierta medida los hilos argumentales y el carácter de los personajes para, finalmente, ofrecer nuestra propia versión de las fábulas. La vida, por cierto, no dejará de parecerse a un acto perpetuo de narración siempre retomado y reelaborado. Pues, al fin y al cabo ¿Qué somos sino un conjunto de historias, experiencias y conversaciones remendadas las unas sobre las otras a lo largo del tiempo?
Hilvanar, coser, remendar: nuestras historias son una mezcla de tejidos bien dispares, dispuestos con toda la coherencia de la que somos capaces. A veces estéticamente poderosas, otras raídas o directamente desgarradas, nuestras narrativas persisten y se recrean en nuestros intercambios verbales, en nuestras reflexiones, recuerdos y anticipaciones. Somos toda esa maraña agreste. Un ámbito salvaje atravesado tanto por la verdad como por la ficción. No deja de resultar sorprendente que nuestros primeros aprendizajes provengan de cuentos o relatos populares, y que a partir de ellos –de su textura imaginaria y colectiva– nos forjemos nuestras primeras ideas del bien, el mal, el temor, el amor, la incertidumbre y la verdad. Aprendemos esta última a través de la ficción para luego después aplicárnosla en el día a día. Como tantas otras cosas.
Mi abuela solía contarme historias que podríamos denominar como “realistas”. El criterio de distinción entre verdad y fantasía era sencillo para ella, aunque en seguida veremos que se complica. Eugenia me contaba relatos que habían tenido lugar en el pasado –muchas veces basados en su experiencia directa– o me desgranaba biografías o fragmentos de las mismas que ella asentía como verdaderas. Estas semblanzas comprendían la vida de los santos cristianos, sus milagros, martirios y persecuciones. Cierto es que mi abuela no se recreaba en los detalles escabrosos (que eran muchos), pero si mantenía ese rictus severo y grave de quien está revelando un misterio –algo que contrastaba con su voz sosegada–. Allí me enteré de lo San Lorenzo, San Bartolomé y San Sebastián. Toda una imaginería macabra y sanguinolenta.
De aquellas historias aparentemente verídicas –según el criterio de Eugenia–, las mejores para mí eran las que ella había vivido y contaba en primera persona. Transcurrían en una corrala sita en Carabanchel –Valle de Oro para más señas– en la que vivió durante varios años con mi madre, mi abuelo y mis tíos. Aprendí mucho de todas aquellas escenas, en las que mi tío pequeño, José Antonio, se dedicaba a hacer trastadas por todo el edificio. Luego más tarde yo trataría de repetirlas en mi pueblo, atando los pomos de las puertas de las vecinas y llamando a los timbres, tirando agua desde el balcón (o cosas peores), poniendo cajas de zapatos sobre las puertas entreabiertas y llamando a los incautos miembros de mi familia para que las abriesen… un sinfín de travesuras que me garantizaron muchas risas, varios disgustos y algún que otro castigo. Aunque entre el realismo sacro y el dicho profano haya una distancia enorme, en mi mente ambos formaban parte del mismo entramado mítico: los cuentos de la abuela.
Mi madre, sin embargo, solía leerme en la cama o narrarme relatos de ficción. Estos últimos eran casi siempre de cosecha propia. Alguna vez he hablado de ellos. Mis preferidos eran aquellos en los que nos transformábamos en un dinosaurio y un explorador (“El diplodocus cuadrado”) y otra serie de historias en las que nos convertíamos en ardillas y disfrutábamos de un bosque infinito, repleto de frutos secos, tartas, lianas, toboganes y paisajes llenos de arroyos. Araceli narraba al tiempo que inventaba, adaptando el cuento a las necesidades del oyente –que era muy exigente en la faena de dormirse y despertarse–. Siempre admiré en ella esa virtud adaptativa de las personas que narran con destreza, empatizando con el oyente y, sobre todo, la agilidad de la improvisación paralela a la corriente del discurso: como si en su mente estuviese divisando los detalles de parajes maravillosos de los que puede contarnos hasta el último detalle –una selva, el color dorado y rojizo de unas hojas o unos frutos desconocidos que tienen un sabor indescriptible–.
Hay más personas importantes y más experiencias en ese imaginario nebuloso de “los principios” al que puedo remontar los primeros relatos que escuché. Mi padre y sus narraciones fragmentarias sobre los Andes y su pueblo –Santa Rosa de Tambo (Huancavelica)–, fueron importantes. Aunque lo serían mucho más con el paso del tiempo y diálogos más maduros. También las historias de mis hermanos mayores sobre Aluche y las conversaciones en la cocina del hogar darían forma a cierta forma de narrar e imaginar. Allí, entre el café y las charlas rápidas de las mañanas aprendí buena parte de la dialéctica y las muletillas que conozco. Quizá por esa humana imposibilidad de remontarme con precisión al origen de los relatos que nutrieron mi imaginación, siempre me he sentido fascinado por las narraciones que nos hablan de comienzos que podríamos calificar de absolutos. Relatos en los que todo –el todo– empieza con una palabra y uno asiste como testigo a su irrupción como de la nada. Si no podemos asistir a los principios que al menos podamos soñarlos a partir de unas palabras.
La Biblia cristiana es un caso clásico de comienzo absoluto: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era confusión y caos, y tinieblas cubrían la faz del abismo, mas el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas” (Génesis). Allí, según Juan, el verbo será lo primero. O, por ejemplo, este texto de Tolkien: “En el principio estaba Eru, el Único, que en Arda es llamado Ilúvatar; y primero hizo a los Ainur, los Sagrados, que eran vástagos de su pensamiento, y estuvieron con él antes que se hiciera alguna otra cosa” (El Silmarillion). Allí será una Gran Música la matriz del mundo. Un canto coral iluminará la creación. Ursula K. Le Guin comienza su increíble obra sobre Terramar así: “Sólo en el silencio la palabra /sólo en la oscuridad la luz /sólo en la muerte la vida; el vuelo del halcón/ brilla en el cielo vacío” (Un mago de Terramar). La creación de Ea se nutre de la dualidad del silencio y el tañido de la voz para mostrar otras dualidades –aparentemente opuestas, secretamente unidas– que sirven para iniciar el relato o el vuelo del halcón –o, más bien, el vuelo del joven aprendiz de hechicero, Gavilán–.
En estos escritos las palabras pretenden estar cargadas de un sentido total, henchidas de significación, pues van a servir de umbral o preludio a un relato que ordena y organiza un mundo al completo. A leer estos relatos, hay miles más, uno tiene la sensación de poder ubicarse en los orígenes, al comienzo de todo lo que existe, y de escuchar allí las primeras palabras que dan forma a la arquitectura de la realidad. La verdad es que el génesis bíblico siempre me ha sugerido evocaciones lovecraftianas –por eso de las aguas, el caos, los abismos y las divinidades primigenias–, pero la idea se ve muy clara tanto en ese mito del origen como en los relatos de Tolkien o Le Guin: las palabras comienzan a crear el mundo, asistimos gracias a ellas a un tiempo al que nunca podremos asistir de otro modo, a la bruma que oculta los principios, los del mundo y los de nuestra propia memoria. Escuchamos en esas frases a personas tratando de dar forma a lo informe, tratando de llenar con su fuerza imaginativa el vacío de los orígenes.
¿Pero qué sucede cuando nos convertimos en narradoras o narradores? ¿Qué sucede cuando tenemos que ser nosotros la voz que dibuja los contornos de lo real y lo imaginario? ¿Qué cascada de acontecimientos e imágenes se perfilan en la mente del otro cuando nos toca ocupar el lugar de nuestros padres o el de la persona que cuenta los cuentos antes de dormir? Surge una extraña especie de responsabilidad entonces. Como si nuestra palabra tuviese más importancia de la que suele tener habitualmente. ¿Qué recibirá el niño de la cadencia de nuestra voz, de la elección de nuestras lecturas? ¿Atesorará algo de los giros que imprimimos al texto, de las entonaciones con las que interpretamos a los personajes? ¿Con qué se quedará de las historias que nos inventamos o de nuestras experiencias y anécdotas vitales convertidas en historietas para su entretenimiento? Cuando nos toca ocupar ese lugar muchas cosas mudan en nosotros.
Probablemente sea un cliché, pero al ganar la plaza del narrador he notado un cambio en la naturaleza del tiempo. Las distancias, los ejes biográficos, la vivacidad de algunas escenas que daba por sentadas ha mutado. Es como si los años adquiriesen otra densidad. La distancia respecto de algunos momentos de mi vida asume ahora una novedosa lejanía y, sin embargo, retiene una proximidad que casi puedo saborear. Tal es la contradicción. Pero esta suerte de desplazamiento de sujeto-que-escucha a sujeto-que-narra trastoca muchas más cosas, como la importancia de lo vivido: los ángulos desde los que miramos los recuerdos se transforman, ponemos los acentos en otros lugares –incluso en matices que nos habían pasado desapercibidos–. Las cosas cobran una nueva claridad: una luz otra. Tal es la magia de el acto de narrar. De comunicar lo que hemos escuchado, leído o aprendido al otro –el niño– que espera nuestro cuento.
Además de contarle mi vida y milagros, últimamente leo a Gabo El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe antes de dormir. Poe es uno de mis cuentistas preferidos desde la adolescencia. Por las noches cojo el libro, en una edición muy bonita y antigua, y me dispongo a leer. Abro el texto y lo interpreto como una partitura. Distribuyo tonos distintos entre los personajes –pero no demasiado, sino leer sería insufrible– e intento avanzar poco a poco entre las obsesiones de Legrand por el escarabajo dorado con cuerpo de calavera. Gabo sigue bien los diálogos y está enganchado. Aunque tengo la corazonada de que un poquito de este amor inicial por Poe lo tiene por empatía hacia mí, porque el primer día me vio muy ilusionado. Y también porque le gusta tener a alguien cerca antes de cerrar los ojos.
Cuando uno narra a un niño siente que ocupa un lugar casi sagrado. Siente que transmite algo que va mucho más allá de si mismo: una constelación de la que uno forma parte, pero de la que no es la parte más importante. Es como si estuviésemos en el umbral de los orígenes, iniciando una historia en términos absolutos. Y, sin embargo, lo que saldrá de nuestros labios son todas esas madejas de palabras, hilvanadas las unas sobre las otras que nos habitan desde hace mucho; vocablos y relatos que hemos recibido como legado o hemos experimentado en carne propia –sea como fuere, las cosemos y remendamos nosotros mismos en primera persona–. Tal vez podríamos resumir esta sensación tan singular con René Char, que en Las hojas de hipnos afirmaba esta paradójica verdad: “El acto es virgen, incluso cuando se repite”. Porque sucede que esa acción de narrar parece pura y absoluta, origen, noche de los tiempos o primera luz del día. Pero lo que transmitimos nos desborda, es fruto de muchos, antiguo, bastardo, mestizo, historias cruzadas y atravesadas por mil bocas y lenguas, por incontables matices y acentos antes que el nuestro –que suma uno más–.
Lo importante de todo esto, al menos para mí, es el movimiento de descentramiento que genera el acto de narrar a un niño. Porque uno podría pensar lo contrario: al convertirnos en narradores, ganamos todo el peso y la importancia en la historia. Ahora somos nosotros los protagonistas al ocupar el lugar del padre o de la madre, portadores de historias, sueños y cuentos. Pero sucede que la sensación de contingencia es cada vez mayor. Entonces uno se percata de lo que pasa. Solo somos el tránsito fugaz de una palabra y de un mundo que tratamos de hacer llegar al otro. Intentamos entregar nuestros tesoros más queridos sin saber cómo calarán en el destinatario. Lo que sucede es que, poco a poco, nos vamos dando cuenta de que ya no somos el último astro de la constelación a la que un día pertenecimos.
Mario Espinoza Pino
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