Tuve que dar muchos rodeos
hasta poder decidirme
y dar con la vereda
que llevaba a tu patio
de largas primaveras, cañaverales,
tormentas y lapachos
perpetuamente florecidos.
Busqué todos los atajos
como quien quiere llegar pronto
a todas partes
y en su arrogancia cree poder engañar
las distancias y recodos del camino
para acabar al final extraviado
en rutas paralelas y espejismos.
Pero luego de andar
dos pasos hasta la entrada de tu casa
la de verdad, en fin,
la que vive entre páginas de piel
años de éxodo y reencuentros
desde una orilla
hasta la otra
alcancé una convicción
como el vuelo de un ave:
que amar es acompañar
al otro en su memoria
hacer hogar en ella
en la infancia de sus sueños
en los fantasmas y relatos
más oscuros, en la claridad
de las sonrisas
y beber de su esperanza
de su materia humana
e incluso atreverse a morar allí
por cien mil años
sabiendo que la vida aún no termina
que el mundo podrá arder
y seguiremos deseando
y no hace faltar pensar
en despedidas y finales
en las ruinas o ausencias del mañana
porque, por lo demás,
la muerte es un juego muy tonto
para quienes amamos demasiado.
Mario Espinoza Pino
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