La noche avanza…

La noche avanza lenta, abatida por el calor.

Y se inclina sobre viejos humedales -casi yermos-, como si quisiese abrevar en el recuerdo de un tiempo más templado, menos sofocante. Las sombras caen sobre los cerros como un manto que cubre todo lo visible: mudan las formas y contornos mientras los grillos despiertan y la luna, henchida de un brillo fantasmal, casi parece reventar en los cielos. A tientas sigo la senda, tantas veces recorrida a la luz del día, sintiendo la brisa nocturna sobre el cuerpo: es un susurro, un cántico inmemorial que rompe la quietud. Figuras vegetales danzan a ambos lados del camino -oscuros trazos al viento-. Reconocerse allí, entre yesos y líquenes, como una vida en tránsito, mientras algo que desconocemos -planta o criatura- se abre o echa a volar. Y sentir en medio de la noche la enigmática bendición del tiempo que pasa a través de nosotros, que gotea como sudor y repiquetea en lo hondo, alimentando con su aceite una llama conocida. Pero ¿Qué es ese estupor que nos invade? ¿Qué vienen a contarnos los pájaros nocturnos con su sueño? ¿De dónde viene ese olor a tormenta y arcilla? Lo cierto es que no sé hacia donde caminar. Pero no estoy perdido. Pienso en tu rostro, tu cintura y tus muslos: me aferro a ellos como hebras de luz o besos que disipan cualquier duda. Camino ahora, pero en realidad me adentro en ti, buscando una morada más allá de esta tierra, más profunda, más antigua, más ebria, más feliz. Como el niño que canta para dominar el miedo a la oscuridad, te canto; como la palabra que rompe los muros del silencio, pronuncio tu nombre; como la fiera agazapada y oculta en la floresta, en ti aguardo mi alimento.

La noche respira como un animal y nos enredamos en sus crines llenas de estrellas.

Mario Espinoza Pino