Cuando se acude a ellos,
siempre se les encuentra.
Se acuerdan de la cara que tenían
cuando les vimos por última vez.
Por mucho que hayan cambiado
-pues ellos son los que más cambian-
aún resultan más reconocibles.


Bertolt Brecht, "Canción de la buena gente"

Desde hace algo más de una década la festividad de San Isidro en Madrid no ha vuelto a ser la misma. Todo comenzó en 2011, cuando una multitud de jóvenes y no tan jóvenes acampó en Sol, llenando de indignación el corazón de la ciudad neoliberal y sus calles aledañas. El gobierno de turno (PSOE), de acuerdo con la oposición (PP), quería hacer pagar la crisis de 2008 a los de siempre. Primero vinieron los intentos por permanecer en la plaza de Sol, luego la represión policial, las detenciones y la expulsión de la gene de la plaza. Pero una firme respuesta popular hizo que los días siguientes aquel enclave público fuese ocupado por una marea de personas que decidieron permanecer allí. Y lo harían durante más de un mes, desafiando a la policía y la lógica mercantil e hiperconsumista de las tiendas y grandes almacenes que atestan el distrito centro de Madrid. Luego el seísmo se expandiría por todo el Estado, sembrando el desconcierto en propios y ajenos.

Quizá hoy, a trece años del acontecimiento 15M, decir eso de que «los quinces de mayo no han vuelto a ser lo mismo» pueda sonar un tanto exagerado. Seguro que para las más jóvenes, que no tuvieron ninguna relación con aquellas jornadas, resulte casi un cuento o un relato demasiado fantasioso -mera mitología-. También lo será para quienes vivieron solo colateralmente aquel estallido social o algunos de sus efectos. Pero el 15M fue mucho más que un revulsivo juvenil circunscrito a una generación: puso en contacto a diversas activistas de izquierda con distintos bagajes, con diferentes edades y miradas ideológicas (no siempre afines o no del todo). Pero a lo largo de conversaciones, debates, años de militancia y proyectos compartidos, quienes participaron en aquellas movilizaciones llegaron a construir un nuevo sentido común para la izquierda, un sentido que en su mejor versión desbordaba las instituciones existentes.

No voy a insistir en el intenso recorrido del 15M, en sus dinámicas, potencias y esperanzas. Fue un movimiento que tuvo límites y que dejó planteadas muchas cuestiones que llegan hasta nuestro presente. Hace unos años -a modo de conmemoración- hice un balance de aquella década y del proceso de institucionalización de las movilizaciones que propiciaron Podemos y los municipalismos -puede leerse aquí-. Más adelante, si el tiempo acompaña, trataré de escribir una obra sobre el tema -hay demasiadas cuestiones aún en el aire y tampoco se ha trabajado, a mi juicio, en una mirada honesta y autocrítica sobre aquella trepidante década-. Pero por si alguien quiere pensar sobre el 15M desde una perspectiva filosófica, Amador Fernández Savater y Ernesto García López han desarrollado una potente y singular hauntología sobre el legado del movimiento de las plazas -merece la pena leerla-.

De todo lo que fue y significó el 15M, que contuvo múltiples realidades, luchas, militancias y redes de afectos, hoy querría quedarme con una noción que está en la base de lo que sucedió: la noción de encuentro -pues el afán de encontrarse en las plazas fue el fuego que lo propiciaría todo-. Pero no tanto para pensar el encuentro desde la frescura del acontecimiento, desde la vibración de la irrupción multitudinaria en la que muchas y muchos decidimos salir a la calle y mirarnos a los ojos. Se trataría más bien de pensar el sentido de aquel encuentro a trece primaveras de distancia, desde la memoria del cuerpo, memoria que solo puede ser favorecida por otro tipo aproximaciones que vivifiquen lo vivido y experimentado en común: reencuentros.

De hecho, nuestro 15M de 2024 no ha sido otra cosa que un hermoso reencuentro o celebración comunitaria: una comida entre viejas amigas y amigos -activistas, militantes- que fueron marcados por aquel acontecimiento y todo lo que vino después. Lo cierto es que Julio y José Luis fueron el motor de de todo, creando una suerte de campo magnético que nos atrajo como átomos dispersos para, de nuevo, dar forma a un mundo compartido. Julio puso la voluntad y el empeño, José Luis el espacio al lado de la vega del Jarama. Y luego fuimos todas y todos los demás, convocados por la amistad y por una especie de lazo íntimo o secreto -es ese «algo» que reconocemos en quienes han vivido y compartido con intensidad un mismo acontecimiento revulsivo, transformador-.

Hablar, hablamos mucho. Y comer y beber también. Emmanuel hizo una paella espectacular. Y es que se podrá estar o no de acuerdo políticamente con él, pero en lo que se refiere al arroz y al fuego es un maestro. Fue muy interesante dialogar y escucharnos tras varios años sin haber podido compartir en común, casi como en asamblea. Y ver cómo se han prolongado nuestras militancias, cómo vivieron momentos de intensidad o de sofocación, o cómo se transformaron y especializaron, asumiendo otras dimensiones o valencias políticas -más específicas o más orgánicas-. A mí las conversaciones me hicieron retrotraerme a otro yo más fresco, más joven: el Mario que se lanzó a las plazas, que vivió un ciclo de «asalto institucional» y fue madurando -a veces a base diálogo y otras a golpes-.

Lo curioso de los reencuentros es esa sensación de irreversibilidad del tiempo. Un sentimiento que involucra extrañas paradojas. Pues si bien nos damos cuenta de todo lo que hemos cambiado (los años pasan cada vez más veloces), no dejamos de experimentar la permanencia de aquello que un día nos unió -estrechando nuestro vínculo-. Algo que persevera en el tiempo bajo la forma de la amistad y de la posibilidad del reencuentro colectivo. Como decía Brecht, la buena gente es la que más cambia -siempre pendiente del presente y del mundo-, pero a la vez siempre resulta la más reconocible, pues su carácter siempre se destaca de forma indeleble en medio de la marea del tiempo y el transcurso de los años. Pero en este caso no se trataba solo de aquello que distingue brechtianamente a la «buena gente», eso por descontado, sino de los acontecimientos propicios que nos unieron y que, de algún modo, siguen teniendo su propia duración a través de nosotros.

Disfruté mucho la jornada y fue todo un placer compartir el día con Caro, Cris, Julio, José Luis, Sofía, Alberto, Merche, Pedro y Emmanuel -también fue bonita la repentina llegada de Enrique, al que hacía mucho que no veía-. Hubo varias conversaciones que me dejaron pensativo. Por un lado, no dejo de pensar cómo el fin de un ciclo político y una pandemia terminaron por mandar a gente que había estado muy activa a casa -ya no por la pandemia en sí, sino por una acumulación de desánimo, malas experiencias o falta de oportunidad a la hora de participar-. De hecho, sigamos o no militando, casi todos nos hemos visto atravesados por esa ambivalencia en algún momento, máxime en una época tan bélica y violenta como la actual (¿Dónde podríamos ser útiles? ¿Hay algo que conecte nuestro deseo y capacidad de transformación con lo que está sucediendo? ¿Desde dónde continuar y hacia qué horizonte?).

Por otro lado, nuestra memoria es a la vez un tesoro y un veneno. De una parte, no dejo de sentir las dificultades para transmitir y dar cuenta de la memoria militante de todo un período de luchas sociales a personas más jóvenes o no tan jóvenes. Si ya resulta difícil hacer cuentas incluso con nosotros mismos ¿Cómo comunicar las virtudes y errores de aquellos años en ausencia de un lenguaje común? ¿Cómo construirlo y asumir, además, un lugar muy distinto en nuestros espacios políticos y movimientos? ¿Qué elementos de autocrítica son necesarios? ¿Cómo restañar heridas? Pero la memoria también es un veneno cuando se tiene una imagen fija del pasado y se utiliza para juzgar el presente: se pierde así el pulso de lo que se mueve con fórmulas aprendidas, y no se acierta a ver la novedad cuando aparece. Entonces podemos convertirnos en personas arrogantes que no saben escuchar los acontecimientos.

Me sentí feliz este 15M. Y no solo por el reencuentro -que ya de por sí valía todo la pena-, sino porque mientras nos juntábamos para comer y ponernos al día, una acampada diferente también estaba teniendo lugar a no demasiados kilómetros de la vega del Jarama. Una acampada por el Pueblo Palestino en la Universidad Complutense de Madrid, repleta de jóvenes -chicas, chicos, chiques- organizados en diferentes espacios políticos de izquierda -muy diferentes a los de mi generación, que apenas teníamos una cultura política medianamente compartida-. La rabia de la juventud contra el genocidio de Israel. Una indignación que rebasa fronteras y que ya da forma a una constelación de acampadas universitarias que denuncian las atrocidades del capitalismo y el colonialismo de occidente sobre Palestina. Sobre todo lo demás habrá que seguir pensando. Pero me quedo con la imagen de todas y todos reunidos esbozando, de nuevo, una voz común.

Epílogo poético:

«La buena gente nos preocupa.
Parece que no pueden realizar nada solos,
proponen soluciones que exigen aún tareas.
En momentos difíciles de barcos naufragando
de pronto descubrimos fija en nosotros
su mirada inmensa.
Aunque tal como somos no les gustamos,
están de acuerdo, sin embargo,
con nosotros».

Brecht

Mario Espinoza Pino

Una respuesta a “A trece primaveras de un 15 de mayo (o del Reencuentro)”

  1. […] con la familia y a estos últimos días en Granada, junto a Pepe y Marga. Pero también a la conmemoración amistosa del pasado 15 de mayo y a tantas manifestaciones por lo […]

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